Antonio era el jefe de la familia. Ojos vivaces y pequeños color miel, que ven todo aún dormidos.
Siempre aguzados y con un brillo raro, poco natural. De comprensión e inteligencia rápida, extraño en un hombre que no tenía ninguna ilustración, ni había salido del campo, ni de su pueblo. Nariz fina, altura media, color trigueño, sonrisa y palabra fácil, siempre alerta pues le tocó romper montaña, y a fuerza de coraje y decisión por sobrevivir la vida, aprendió cómo moverse en medio de lo agreste, lo salvaje y lo desconocido.
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Por herencia le venía lo atrevido. La malicia la adquirió en la vida. Decidió formar su tribu, porque ya era hora, como le decía su padre y encontró a quien enamorar no muy lejos de su familia.
María esposa de Antonio, de baja estatura, contextura un poco gruesa, cabello largo y abundante; sus rasgos delatan una herencia indígena. En sus ojos notoria la ternura, pero en su mirada oculta los silencios obligados en una tribu machista, que no le permite expresar lo que siente o cree. Su malicia si la heredó de sus antepasados. Sospechaba de todo el que se le acercara, y en defensa propia era analítica y perspicaz.
El campo verde y la montaña los atrae y él la seduce a que lo acompañe en su vida y en sus travesías.
Con el ímpetu de la juventud y los sueños afanados por hacerse realidad, emprendieron ese largo viaje que los llevaría a través de las alturas, a las caídas, a las vueltas a recomponer la vida, y a convertirse en uno solo a fuerza de tener que soportar los avatares de la vida.
Jamás sospecharían lo que el camino les presentaría en su recorrido, a pesar de provenir de clanes a quienes les había tocado luchar aún más duro de lo que les tocaría a ellos.