Guillermina había contraído matrimonio con un hombre que vivía cerca de la finca de sus papás.
Le llevaba diez años de edad. Era un hombre correcto e íntegro. Pero no sabía expresar sus sentimientos. En su familia, había recibido una severa formación, casi militar; y en la escuela había sido victima de maltrato por sus compañeros porque veía muy poco, y se tropezaba con todo; era tímido y de carácter fuerte, pues le tocó aprender a defenderse y no tenía a quien contarle ya que en esa época la comunicación entre padres e hijos no existía; los hijos ni podían mirar a sus padres a los ojos, porque ese acto era considerado como una falta de respeto. Era muy callado, reservado y muy radical en sus comportamientos religiosos por la estricta formación que había recibido.
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Ella también era de un fuerte carácter, de recias convicciones morales, decidida y sin miedos.
Tenía muy claro que cuando sus hijos crecieran se iría a vivir al pueblo más cercano para que estudiaran y supieran que además del campo en el mundo había muchas cosas para conocer y aprender. Sus hijos no serían peones ni sus hijas serían las esposas de campesinos a los que les tendrían que lavar y aplanchar su ropa y como si fuera poco, a obedecerles. Ella no quería eso para su descendencia.
Su esposo accedió a su petición de irse a vivir al pueblo más cercano para que sus hijos pudieran estudiar. El viajaría cada ocho días a visitar la familia pues no podía dejar sola la finca. Fue así como se trasladaron al caserío más cercano y compraron su primera casa.
En aquel lugar todos los marte y los viernes, los dueños del ganado que iba para el matadero acostumbraban a sacar los animales del encierro para llevarlos a la plaza y venderlos al mejor postor. Se convirtió esa costumbre en una especie de circo. La gente ya sabía a que hora soltaban las reses y se encerraban en sus casas, y después de trancar bien las puertas, se asomaban a mirar por las ventanas.
La casa de Mateo y Guillermina quedaba sobre una de las calles por donde arreaban a los pobres animales. Adelante siempre iba un peón bravucón a caballo abriendo paso; iba vestido con unaamplia camisa de dril ya manchada y desgastada por sus labores campo; tenía un gran sombrero de amplia alas; colgaba, atravesado, un gran carriel y en su cintura amarraba un inmenso machete en su vaina, que se asomaba por entre la pretina de su pantalón, el cual amarraba con un lazo; también se asomaba la cacha de un revolver, por si lo tenía que usar en caso necesario.
Luego iba el ganado corriendo, nervioso y jadeante como si supiera el fatal destino que le esperaba. Eran novillos y novillonas hermosos jóvenes y fuertes. Amenazantes por sus enormes cachos y por la babaza que echaban por sus enormes fauces. Los perros a los lados como cuidándolos para que no se salieran de las calles por donde debían transitar.
Atrás de todo este lamentable espectáculo iban los demás peones a caballo también. Hombres sin temores acostumbrados a las fuertes faenas del campo y arriesgados a perder la vida dado el caso, pues de ese oficio derivaban su sustento y el de sus familias.
En el pueblo había un personaje muy conocido al cual apodaban Mápura. Era un indígena enorme.
Nadie sabía de donde había salido. Medía un metro con noventa centímetros de estatura; sus brazos y piernas eran solo músculo. El pelo lacio y abundante le caía en la frente. Sus enormes pies descalzos siempre, tenían una costra de callos que la naturaleza le fue proveyendo para fortalecerlos y que no se lastimara.
No miraba a los ojos y pocos lo habían escuchado hablar; pero no era sordo pues entendía todo lo que le decían. Tenía una fuerza descomunal por lo cual era solicitado para levantar cargas de alimentos y madera y trasladarlas de una vereda a otra o al pueblo. Acostumbraba llevar en sus espaldas una inmensa canasta de fique que tenia una abrazadera que ponía en su cabeza y allí
transportaba todo; hasta personas enfermas cuando no podían valerse por si mismas.
Un día martes que era uno de los escogidos para llevar el ganado al pueblo, Mápura se encontraba en el pueblo porque debía trasladar un niño enfermo hasta el sitio donde se apostaban los pocos automóviles que llegaban al caserío.
Ya tenía al niño en su enorme canasto esperando que pasaran los animales y sus arreadores.
Como tantos otros estaba parado en una esquina de una de las calles por donde pasaban las desdichadas criaturas. De repente, uno de los más grandes novillos con enormes y afilados cuernos que venía más enfurecido que los demás, recibió una fuerte punzada en su lomo.
Uno de los allí presentes le había lanzado imprudentemente un enorme cuchillo que aterrizó en su carne. El hermoso ejemplar se sacudió y trató de quitárselo de encima pero fue en vano. El dolor lo hizo desviarse de la calle por donde lo arreaban y empezó a atacar a quienes estaban en la esquina donde se encontraba el indígena con su preciosa carga.
Sin dudarlo un segundo y apoyado en su instinto, velozmente se zafó el canasto y se enfrentó con el animal. Se colgó de sus cuernos y con una fuerza inusitada le clavó un uno de sus ojos un inmenso puñal que llevaba en su cinto.
El animal despavorido y sin poder ver los suficiente corrió falda abajo y se perdió entre la maleza y árboles que surcaban los limites del pueblo en esa ladera.
Los peones a pesar de lo ocurrido tenían que seguir en su faena pues no podían apartarse de la manada por rescatar solo a uno de los animales.
Los lugareños corrieron horrorizados cada uno defendiéndose y olvidándose del niño que había quedado en una acera mientras era defendido por el indígena que noblemente y sin una pizca de terror asumió su responsabilidad sin pensarlo dos veces.
Habiendo pasado todo este enloquecido tropel, ya no se podía continuar con el encargo pues muy probablemente el carro que los iba a recoger, ya se habría dado la vuelta porque había pasado mucho tiempo por lo acontecido y no iba a esperar tanto por ellos.
Esa misma noche acabada la feria y habiendo tenido conocimiento el alcalde de la localidad, de la hazaña de Mápura, hizo que lo buscaran y le reconoció públicamente su valor y su responsabilidad. Este era un ser que no sabía o no quería manifestar sus emociones y así como vino se devolvió a la cueva donde vivía, a cenar probablemente con carne cruda que era lo que se decía que a él le gustaba.