LOS ENTIERROS

A los pocos meses Francisca encontró un entierro en el sótano de la casa. Al anochecer cuando recién el sol se ocultaba veía por entre las rendijas de las tablas del piso de su casa, una luz azul fuerte que alumbraba toda la estancia. Por tradición oral ella sabía que esa región había sido cuna de distintos núcleos indígenas y que ellos acostumbraban sepultar a sus muertos con todas sus pertenencias. Y si el muerto era un cacique pues su tumba estaría llena de objetos de oro.
Sin pensarlo dos veces se hizo a una buena herramienta y sola en las noches cuando sus hijos dormían, empezó a buscar el anhelado tesoro. Después de varios intentos, una noche, la luz que ella veía continuamente, se plantó en un solo lugar del sótano. Ella se encomendó a las ánimas del purgatorio y les prometió que si encontraba algo valioso les mandaría celebrar un novenario de misas. (nueve misas)


Empezó a cavar en el sitio señalado por la luz y lo primero que encontró fue unas vasijas de barro seguramente donde le habían echado al difunto su comida para el largo viaje a través de la muerte; luego encontró unas flechas y para su sorpresa y alivio encontró una nariguera dorada.
Esto la hizo llenar de ilusión y fuerza para seguir buscando y encontró luego una pechera, una manilla y aretes dorados, lo que le hizo suponer que eran de oro. Excitada por el preciado hallazgo se sentó un momento a descansar, pero pudo más la emoción del encuentro y continuó buscando.
Para mayor sorpresa encontró un bastón de oro lo que le hizo deducir quien había sido el personaje aquel que había sido enterrado con sus propiedades.
Escondió lo encontrado en un baúl viejo que estaba en su cuarto lleno de libros antiguos y ropa suya que usaba solo para ir al pueblo. Al día siguiente se hizo la enferma y le dijo a uno de sus jornaleros que fuera a avisarle a su padre, quien vivía a dos horas de su casa, para que viniera a ayudarle. En las horas de la tarde llegó el obrero con su padre y Francisca se encerró con él en su habitación y le contó lo sucedido. Su padre le prometió que nadie sabría de aquel hallazgo, y que le ayudaría a vender lo encontrado.
El padre se dio sus mañas para vender aquellas reliquias y obtuvo un buen dinero por ello.
Francisca entonces les compró a los viejos una finca pequeña y ella sabedora que esos parajes seguramente estaban colmados de entierros, se quedó en su finca, pero compró en el pueblo una hermosa casa.
Después de unos días la luz azul volvió a aparecer en el lugar donde estaba el gallinero.
Emocionada y excitada pues ya había encontrado su primer entierro, esperó que los peones y los hijos se durmieran y a eso de las doce de la noche cuando las ánimas del purgatorio solían aparecer y ayudar a quienes las invocaban, volvió a buscar; se persignó y las invocó, y vio como varias lucecitas pequeñas la acompañaban y entendió que aquellas almas habían ido a hacerle compañía y de esta manera se sintió mas tranquila y segura de lo que iba a hacer.
Ya sabía como utilizar las herramientas y empezó a cavar la tierra y sudorosa se apresuró a encontrar lo que tanto anhelaba. Las lucecitas la rodearon y ella poco a poco fue desenterrando vasijas y husos que utilizaban los indígenas para tejer, ollas de barro, arcos y flechas hasta que llegó lo inesperado: una caja de metal amarrada con un alambre que le daba varias vueltas y ella supo que allí estaba el tesoro más grande.
Pesaba demasiado pensó cuando la pudo sacar…… pero ya encontrada, ella no la podía dejar allí; la tenía que llevar hasta su alcoba de alguna manera. Recordó que a la entrada del gallinero había una carreta con la cual se llevaba el maíz a las gallinas y la comida a los cerdos. Se devolvió y vació el alimento en el suelo, y rápidamente acercó la carretilla hasta el lugar del entierro y a fuerza de coraje logró poner la caja encima. Volvió a tapar el hueco ya con pocas fuerzas pero debía esconder el hallazgo porque no podía dar indicios de lo encontrado a nadie, pues corría peligro su vida de alguna manera, si alguien se enteraba de lo sucedido.
Dio las gracias a aquellas almas que habían salido de su encierro y les prometió de nuevo que les prendería muchas velas y además rezaría mucho por ellas para que salieran pronto de su castigo.
Llegó a su cuarto y llevó la carretilla cerca de su cama. Se aseguró de trancar bien su puerta para que nadie la fuera a sorprender abriendo su tesoro. Tenía muchas velas encendidas y el calor de ellas añadido al sofoco producido por lo que estaba haciendo, le producía mucho sudor. Chorros de agua salada corrían de su frente y bañaban sus ojos y sus mejillas. Tanto que le impedían ver.
Tomó una toalla de uno de sus baúles y se sentó impaciente a secarse la cara. No podía respirar, intuía que algo grande había en esa caja de metal. Pero debía serenarse o de lo contrario podría sufrir un ataque al corazón por tanta emoción, pensó.
Esperó un poco. Se tomó despacio un gran vaso de aguapanela fría que tenía junto a su cama. Se persignó nuevamente y se dispuso a encontrarse con su fortuna. El amarre de alambre le daba varias vueltas a la caja. Utilizando un palo a modo de palanca logró irlo desarmando hasta que la caja quedó libre. Tenía la chapa y las bisagras oxidadas y fácilmente pudo abrirla. Sus ojos no podían creer lo que veían. Con la luz de las velas las grandes morrocotas de oro destellaban luces doradas.
Esta huaca ya era de un origen más cercano. Las morrocotas de oro sin duda habían sido guardadas no ya por indígenas sino por los conquistadores o colonizadores del país.
Pensó que sería una alucinación por haber llamado a las ánimas del purgatorio para que le ayudaran. Luego pensó que todo era producto de su imaginación por lograr alcanzar una gran riqueza fácilmente. No estaba segura si era realidad o no.
El llanto de uno de sus hijos la sacó de ese ensueño. Se secó ahora no el sudor sino el llanto que brotaba involuntariamente de sus ojos. Ahora si podría comprar todos sus sueños.
Su hijo dejo de llorar y ella rendida cayó como desmayada sobre su cama y se quedó dormida. Al día siguiente la despertó un rayo de sol que se coló por su ventana y dio en su cara. Con tranquilidad después de haber descansado, se dispuso a hacer lo que tenía que hacer. Entendió que tenía que encubrir aquel hallazgo hasta que su padre fuera nuevamente a ayudarle.
Providencialmente llegó su padre temprano esa mañana a visitarla, (seguramente las ánimas del purgatorio le ayudaron con eso) y de esa manera Antonio se enteró del nuevo encuentro. No supo si asustarse o alegrarse porque sabía lo que significaba vender todo aquello.
Se valió del cura del pueblo contándole todo bajo el sigilo de la confesión, pero prometiéndole también bajo el mismo sigilo, una buena parte de lo cobrado por la venta.
Francisca obtuvo muy buenas ganancias y con una parte del dinero que obtuvo compró otra casa en el pueblo y allí conoció rápidamente al que sería su segundo esposo.

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