El día que el obispo de Pereira anunció su visita a Río Tuasán, el aire del pueblo se impregnó de incienso y azahares. Desde la madrugada, los campaneros repicaron las campanas como si sus bronces hubieran sido tocados por ángeles, y las mujeres sacaron los manteles de hilo más finos para sacudirlos al viento. Decían que la bendición del obispo traía lluvias mansas y cosechas generosas, y Mápura, sentado en la esquina del parque, pensaba que la lluvia o el sol siempre caían igual, con o sin bendición.
El alcalde, un hombre regordete que se persignaba antes de dar un discurso, mandó a barrer la Calle Real con escobas nuevas, y los balcones se adornaron con guirnaldas de papel crepé y flores amarillas que parecían pintadas a mano. Hasta los perros callejeros fueron peinados y bañados con jabón de coco, aunque Mápura susurraba que los perros eran más santos que muchos de los que iban a persignarse esa mañana.
A medio kilómetro del pueblo, los músicos ensayaban con un fervor casi religioso, afinando trompetas que rechinaban como gallos en celo. Mápura, con sus ojos de niño grande, los miraba y se decía que la música siempre sonaba mejor cuando había aguardiente de por medio, aunque ese día nadie se atrevía a beber antes de la misa.

La comitiva del obispo avanzaba lentamente desde el monumento, un sitio polvoriento a tres kilómetros del pueblo donde los picos taxis – esas reliquias con motor de dos tiempos – esperaban formados como caballos de paso fino. Los conductores, con gorras de visera y pañuelos rojos al cuello, hablaban en voz baja de milagros y pecados. Mápura se preguntaba en voz baja si los pecados del obispo serían tan blancos como su sotana.
Mientras tanto, en la Calle Real, la gente se apilaba como racimos de uva. Los niños trepaban a los aleros y las viejas se sentaban en mecedoras, abanicos en mano, susurrando que la última vez que el obispo vino había bendecido un pozo que nunca volvió a secarse. Mápura sonreía con ironía, recordando que ese pozo se llenaba más por las lluvias de octubre que por el agua bendita.
Cuando la caravana apareció por la curva del camino, el silencio fue tan hondo que se escuchó el galope de un caballo solitario en el monte. El obispo, con su mitra resplandeciente y el báculo que parecía un rayo de luna, saludaba con la gravedad de quien bendice los sueños y las culpas. Mápura, con el sombrero ladeado, pensó que no había báculo que pudiera enderezar las enredaderas de la vida.
Entonces la banda lanzó un acorde triunfal, y un viento suave levantó los flecos de las guirnaldas. Fue un instante eterno, como si el tiempo hubiera decidido detenerse a escuchar el corazón del pueblo. Y así, entre rezos y canciones, Río Tuasán recibió al obispo de Pereira como si recibiera la visita de un santo, sabiendo que en ese instante de devoción todo pecado quedaba lavado y todo milagro era posible. O al menos, eso querían creer… porque Mápura, con una sonrisa apenas esbozada, sabía que en Río Tuasán hasta los milagros tenían su lado humano.
Y mientras tanto, en la escuelita del pueblo, la profesora también hablaba de la importancia de recibir bien a las visitas. Explicaba con voz solemne cómo se adornaban las calles, cómo se organizaban los desfiles y cómo todos debían mostrar respeto. Al terminar, preguntó a la clase con la seriedad de quien dirige un coro celestial:
¿Quién me quiere decir cómo se recibe a una persona importante en Río Tuasán?
Gloria, que siempre estaba distraída y parecía vivir en un mundo propio, levantó la mano con un entusiasmo contagioso. La profesora la miró con una sonrisa de esperanza y repitió:
-A ver, Gloria, cuéntame cómo se recibe a una persona importante en el pueblo.
Gloria respiró hondo, infló el pecho y dijo con la convicción de quien recita un verso eterno:
– ¡Con gallina!
La carcajada fue tan sonora que se oyó hasta en los otros salones. Incluso Mápura, al enterarse más tarde, soltó una risa de esas que sacuden el polvo de las calles y el alma del pueblo. Porque en Río Tuasán, la fe y la risa siempre se entrelazaban como las bugambilleas en los balcones, y hasta la visita del obispo podía encontrar un momento de ternura y humor en la voz de una niña.
