Francisca había recibido una mala formación por parte de su madre ya que siendo su preferida, nunca había recibido una corrección adecuada cuando actuaba mal. Era egoísta y envidiosa; le gustaban los hombres más de lo correcto. Se casó con un buen hombre, campesino también, pero a ella le correspondía hacer las labores de la casa como era la costumbre.
Su esposo se llamaba Gerardo. Era un hombre digno, amable y fuerte. Amaba su familia y trabajaba con mucho esmero para ella.
Ya tenían seis hijos y un día llegó a la finca un peón muy bien parecido. Francisca aun era joven y bella. Sin pensarlo dos veces empezó a coquetearle y más temprano que tarde terminaron siendo amantes. Ella no sabía como deshacerse de Gerardo y empezó a tramar cómo lo haría.
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Francisca a pesar de las buenas intenciones de Gerardo de tener un hermoso hogar, no le ponía freno a su lujuria y encontró la manera de apartarlo para siempre de su vida.
El agua que se consumía en esa época, y más aún en los campos, se tomaba de un nacimiento en la montaña y se le hacía un conducto hasta la casa utilizando varas de guaduas partidas a la mitad, a lo largo. Se iban empatando una a una agarradas artesanalmente con alambre y se sostenían por debajo, con una horqueta, que es la parte de un árbol donde se juntan el tronco y una rama
gruesa formando un ángulo agudo; de esa manera se hacía una especie de acueducto por el cual llegaba el líquido precioso hasta la vivienda.
Gerardo acostumbraba ir a “echar el agua” todos los días con sus niños.
En las noches se quitaba el agua, para que no se rebosaran los tanques donde se almacenaba.
Aquel día nefasto Gerardo como siempre esperó a sus hijitos para ir a la toma del agua pero Francisca le dijo no los dejaría ir porque tenían que ir más temprano a la escuela.
Los niños quedaron desilusionados pues todos los días mientras iban por el camino, su papá les contaba historias de brujas y duendes y ellos esperaban ese momento con mucha ilusión y con cierto miedo pero eso los hacía felices.
Gerardo un poco desilusionado por no tener la rutina diaria con sus hijos se fue rumbo al monte a realizar su faena diaria.
Al poco rato desde la casa se escucharon tres disparos y los pequeños preguntaban a su madre que sería aquello. Ella ya lo sabia, pero tomó a sus hijos y los encerró en la habitación principal, mientras un peón de la finca le dijo que se iba en la dirección de donde venía el sonido para saber que había pasado.
Francisca conocía exactamente lo sucedido. Había contratado a una mujer que tenía tratos con el diablo y alquilaba matones entrenados para acabar con la vida de las personas sin dejar rastro.
Esta mujer cobraba mucho dinero por lo que hacía, y nadie podía comprobarle nada porque después de hacer el trabajo sucio, el matón que iba a pedir su pago quedaba atrapado con sus encantos; luego les daba la cicuta que acababa con sus miserables vidas y ella misma ayudada por los seres de las tinieblas, quemaba los cadáveres y enterraba sus cenizas en el sótano de su enorme casa.
El citado peón encontró el cuerpo sin vida de Gerardo al lado del alambrado, con tres disparos en su cuerpo. Inmediatamente fue a avisar al alguacil del pueblo más cercano y este llegó a la vereda con varios policías armados, y después de recoger el cuerpo del difunto, se lo llevaron al puesto de salud para efectuarle la autopsia.
Los hermanos de Gerardo sospecharon de su esposa porque sabían que andaba en malos pasos.
Más tarde corroboraron su sospecha cuando se enteraron que Francisca no había permitido que los niños ese día acompañaran a su papá como era la costumbre. No tenían forma de acusarla pero prometieron sobre el cadáver de su hermano que vengarían su muerte.
Pasaron los días y hacía mucho calor. Las sementeras, el maíz y el café de la finca de Francisca estaban en todo su esplendor. Ella y su amante esperaban la mejor cosecha.
Esa noche funesta se habían emborrachado, y de pronto empezaron a sentir olor a hierba quemada. Los niños dormían plácidamente, era tarde ya. Ellos se miraron asustados y salieron de su habitación. Las llamas llegaban hasta el cielo. El calor los sofocaba y aterrados se sentaron a llorar cogidos de las manos pues ahí quedaba hecho cenizas el trabajo de un año largo y de muchas manos que habían sembrado todo con esmero y fervor.
Algo pasó por la cabeza de ella. Recordó lo que los hermanos del fallecido le habían dicho. Se estremeció y su mirada quedó fija en el espacio, sintiendo en su corazón que esa era la venganza por el crimen que había cometido.
Al día siguiente uno de sus cuñados pasó por su casa. Estaba fumando y montado en un hermoso caballo. Se bajó despacio, acomodó la cincha de su animal, saludó cortésmente y le dijo a Francisca mirándola a los ojos: lo siento mucho, el diablo es puerco y devuelve el bien con mal.
Ojala el próximo año tenga más suerte y coseche mejor lo que siembre. Luego despacio también, montó de nuevo su animal y sin mirarla siquiera se alejó del lugar.
Ya no quedaba duda. Esta era la venganza anunciada. Su amante al ver que no quedaba nada para vender, y con temor por su vida, se fue de la finca y de la vida de Francisca para siempre.
Ella sola no podía seguir viviendo allí y se fue a vivir a una hacienda que le había dejado su esposo.