EMPIEZA LA AVENTURA

Los hijos mayores con edades entre los quince y diecisiete años, estaban ansiosos de ir más lejos y por eso con gusto acompañaban al padre a sus labores de campesino. Así que un buen día se arrojaron a emprender su trabajo en el monte.
Con sus líchigos terciados en la espalda y su arma en la cintura, cada uno iba pensando como sería la casa que iban a construir y qué plantarían; tendría cada uno su propio caballo y vacas en los potreros. Y en medio de su imaginación cada uno gozaba de lo suyo.
Poco a poco se fueron adentrando en la inmensidad del bosque, pero antes de entrar le pidieron permiso al espíritu de ese bosque para hacerlo, porque de lo contrario se perderían sin remedio dando vueltas y vueltas en el mismo sitio sin darse cuenta de ello.
Cada bosque tiene un espíritu mayor al cual pertenece. Ese espíritu es dueño y señor del lugar; y tanto el aire, como los árboles, los animales y el agua de ese sitio son suyos dado que ningún ser humano ha puesto su pie en él.


Antonio y sus hijos lo sabían y por lo tanto hicieron una ceremonia que consistió en fumar tabaco formando un pequeño círculo, sentados en posición de loto y prometiendo en voz alta que sólo tomarian lo necesario para construir su vivienda y dándole las gracias por permitírselo. El espíritu, agradecido por el respeto que le profesaban, les indicó con un viento muy fuerte que casi doblabalos árboles, que podian continuar.
A medida que penetraban la espesura verde y fresca, los árboles se iban haciendo más grandes y frondosos. Olía a musgo y a agua de pantano. Pero ese olor era agradable. Salía de lo más profundo de la tierra y era refrescante, acogedor y familiar. Había una gran cantidad de helechos de variadas formas, tamaños y tonos de verde. Brotaba espontáneamente el agua de algunos lugares. La tierra se pegaba a sus pies descalzos y de tanto en tanto se tenían que limpiar sobre el mismo piso donde había abundante hierba, pero poco a poco sus pies se fueron adaptando a estos lugares.
Calculando el tiempo, pensaban que ya era hora de almorzar y se recostaron al pie de uno de los señores del tiempo que reposaban allí desde quien sabe cuantos años o siglos atrás.
Habían recorrido largo trecho en la selva oscura y montañosa, abriendo camino a punta de pala, machete y azadón, y se sentaron en el tronco de un grandioso árbol que estaba caído, para comer parte de lo que habían llevado.
Ya oscurecía, no sabían si los “había cogido la noche”, como decían ellos, o si el sol no se dejaba ver por la altura indescriptible de los árboles.
Llevaban entre otros alimentos, muchos pedazos de panela. Uno de ellos puso un gran trozo sobre el gigantesco tronco que habían encontrado, sacó su machete y le dio un fuerte golpe; tan fuerte que la partió, pero de repente brotó sangre.
Tremenda sorpresa se llevaron pues hasta donde sabían ningún árbol producía sangre. Admirados se levantaron y se dieron cuenta que estaban sentados sobre una inmensa culebra. No podían imaginar cuantos años tendría. Se notaba que era muy vieja pues ni se movió cuando la hirieron.
Tenía más de seis metros de largo y unos 80 centímetros de grueso. Se notaba que le quedaba poco de vida. No sin temor la amarraron con los lazos que tenían y la llevaron arrastrada hasta el pueblo más cercano.

En el camino murió; y al llegar la izaron en una de las pocas casas del parque que era de dos pisos y allí la dejaron durante dos o tres días. Los habitantes tanto urbanos como rurales desfilaron para verla asombrados y asustados, sin que faltara el que le atribuyera a aquella hermosa criatura, todos los males que le habían acontecido a él y a su familia, pues creían que así podría ser la serpiente que hizo expulsar a Adán y a Eva del paraíso.
Llegó el momento en que ya había que retirar al animal de la plaza pues empezaba a descomponerse y la enterraron en un hueco profundo que hicieron a la salida del caserío. Encima pusieron una cruz negra con un dibujo alusivo al animal, para que todo el que pasara por ahí, supiera que en ese sitio estaba enterrada la hermosa criatura, ya que las almas de estos seres cuando se les exhibía así, (según la creencia popular) solían ser vengativas por no respetar su descanso.
Podría suceder que si las personas que se acercaban, no rezaban al pasar por ese lugar, resultarían ser presas de un hechizo y perder el rumbo hacia el cual se dirigían, sin saber luego quienes eran; quedaban como almas en pena. (Se llamaba así a quienes no sabían si pertenecían a este mundo o al inframundo). Andaban errantes y sus ojos no tenían luz ni brillo. Para recuperar su conciencia debían ser llevados donde el curandero del pueblo, el cual los bañaba con agua llovida y rezada por él. A esa agua, él, previamente le había añadido los ojos de algún animal cazado en el monte y de esa manera el precioso líquido adquiría propiedades curativas.
Así terminó esa faena que quedaría grabada en la tradición oral de la región.

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