EL SECRETO

Tenían Santiago y Antonia unos familiares que trabajaban en un hospedaje. Llegó a vivir allí un profesor de matemáticas y cuando supo que apellido tenían los administradores del hotel, les preguntó si por algún acaso de la vida, conocían a Antonia. La describió de tal manera que a ellos no les cupo la menor duda de quien se trataba.
Les contó cómo la había conocido y ella había quedado embarazada de él. Quiso hacerse cargo del bebé pero ella desapareció de su vida sin dejar rastro y nunca la pudo encontrar.
Ahora el destino la ponía de nuevo en su camino y quería saber donde estaba, para preguntarle que había sido de aquella criatura. Ellos le dieron su dirección y el profesor salió en busca de respuestas.
A los pocos días la encontró ya con su nueva familia pero el necesitaba saber que había pasado.

Antonia se mostró renuente a hablar de este tema pero el no se iba a resignar a su silencio. Tras amenazarla que pagaría un investigador no tuvo más remedio que contarle su historia.
Cuando supo que estaba embarazada le dijo a sus padres que quería ser monja. Ellos inmediatamente le consiguieron cupo en un convento cercano, lejos de imaginar que Antonia esperaba un hijo.
Pasaron varios meses; nadie notaba su estado de gravidez por la amplitud de los hábitos.
Cercano el día del alumbramiento Antonia le confió a la directora su situación. La superiora se vio atada de pies y manos pues no podía contarle a nadie lo sucedido, dadas las circunstancias, para no provocar un escándalo.
En la comunidad había una monjita que era enfermera. A ella le tocó asistirle el parto. Se la llevaron a una finca que era propiedad de los curas del pueblo y allí nació su hijo.
A la capilla del convento iba todos los días una señora llamada Amelia de muy buenas costumbres.
Generosa, amable, delicada, prudente. La superiora desesperada acudió a ella para hacerla su confidente y para pedirle que le ayudara en este caso. Amelia no dudó ni un segundo. Como ella tenía solo dos hijas adoptaría al bebe y lo amaría como hijo suyo.
Amelia era la esposa de Santiago el hermano de Antonia.
El profesor no supo como proceder. Ya estaba claro lo que había pasado. Pero también había pasado el tiempo y su hijo tenía una vida hecha. Sería una maldad de su parte ir a destruir lo que estaba construido con amor.
Antonia le contó que su hijo no sabía que ella era su verdadera madre y que su hermano y su cuñada tampoco. Le dejó a él la decisión de hablar o callar.
Supo donde vivía y fue a conocerlo. Su hijo también era profesor de matemáticas. Tenía su propia familia y era un buen hombre.
Se alejó prudentemente y la última de la ralea le agradeció su silencio y su discreción, pues estaría en todo su derecho si hablaba y descubría todo.
La última de la ralea no olvidó sus mañas. Aún en sus años mayores siguió estafando a algunos incautos con dineros prestados que conseguía a largo o corto plazo pero que nunca devolvía.
Antonio y María supieron de alguna forma lo sucedido, pero se llevaron el secreto a la tumba.
Pasaron los años y la última de la ralea fue presa de una enfermedad mental. Pero todavía sus ojos revelan su curiosidad, cualidad que siempre la caracterizó. Vive atenta a cualquier movimiento.
Canta bien, se pasea por su casa con gran rapidez, hace las cuatro operaciones básicas de matemáticas en su mente con una increible agilidad, se mece en los columpios de sus nietos y espera aún sin ser consciente, que aparezca un “pez” bien grande a quien estafar.

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