9 – Los convites

En Rio Tuasán, un convite no era solo una faena colectiva, sino un acontecimiento que reconciliaba el alma del pueblo. Allí, por un día o dos, los liberales y los conservadores dejaban de lado sus diferencias; los que iban a misa y los que renegaban del cura trabajaban hombro a hombro, sudando bajo el mismo sol y bebiendo el mismo tinto, sin acordarse de los muertos de antes ni de las deudas pendientes. Como si el sudor derramado en el convite tuviera el poder de limpiarles la conciencia.

El convite para construir el colegio de secundaria de las niñas fue, quizás, el más grande que se recordaba desde que se habían empedrado las calles del pueblo. El terreno era un barranco viejo que la gente conocía como El Despeñadero, y decían las comadres que allí habían rodado más de un arriero borracho en tiempos de la violencia. Pero el cura párroco, que presidía la comisión organizadora, aseguraba en los sermones que aquel solar polvoriento sería el lugar donde las muchachas del pueblo aprenderían el catecismo, las letras y las labores, bajo la guía estricta de las hermanas salesianas.

Desde semanas antes, el convite estaba en boca de todos. Las reuniones de la comisión se hacían los jueves, después del rosario de las seis, en la sacristía que olía a cera derretida y a incienso rezagado. Allí se decidía quién traería las palas, quién prestaría las bestias para acarrear escombros y qué se serviría en el almuerzo que prometía ser el festín más grande desde la última fiesta patronal.

Los tenderos y comerciantes del pueblo se encargaron de organizar la comida, como buenos hombres de negocios que sabían que un convite exitoso traía clientes agradecidos. Fueron puerta a puerta, encargándoles a unas el arroz con pollo, a otras la mazamorra, y a otras más las arepas de maíz blanco, que debían llegar aún tibias al mediodía. La Rellenera, que tenía el secreto de la mejor morcilla que se conocía desde tiempos del abuelo Basilio, prometió preparar una tanda especial, y juró por la Virgen del Carmen que nadie quedaría con hambre.

Mápura, que nunca hablaba pero siempre entendía, se presentó en la plaza días antes, señalando con el dedo hacia el barranco. Asintió dos veces, y a la semana siguiente ya estaba desde temprano clavando estacas para sujetar los maderos que evitarían que los niños se acercaran al borde peligroso. Natilla, que aunque era torpe para los números sabía cómo alinear los adoquines, se pasó la jornada echando agua a la tierra suelta para que el polvo no cegara a los trabajadores. Tapaollas, con su paso desgarbado, hizo viajes sin contar en la bicicleta del maestro Nicomedes, llevando cántaros de limonada y agua fresca que Doña Enriqueta había preparado en ollas tan grandes como para bañar en ellas a dos niños al mismo tiempo.

El Mudo se encargó de dirigir el tránsito de las carretillas, señalando con las manos el camino que debían seguir los que subían cargados de piedras y bajaban vacíos en busca de más. Hasta Cachafí, que solía tener manos para los tratos pero no para el trabajo, se remangó la camisa y empuñó una pala con tal entusiasmo que alguno se atrevió a decir que había sido liberal en su juventud, aunque él mismo lo negó tajantemente.

Los camioneros, encabezados por Julio Fernández y su camión rojo como la sangre de toro, ofrecieron llevarse toda la tierra que sacaran del barranco. Lo hicieron sin cobrar un centavo, aunque Julio, pistolón al cinto y mirada dura, advirtió que ni el alcalde ni el inspector debían meterse en sus asuntos, porque “a los amigos se les ayuda sin dar explicaciones”.

Cuando el sol estuvo en lo alto y las campanas de la iglesia tocaron el Ángelus, el convite se detuvo como por arte de magia. Las mujeres llegaron con las ollas humeantes, los canastos llenos de arepas y la morcilla de la Rellenera, negra como la brea pero tan suave que parecía derretirse en la lengua. María Pinzas, que no trabajaba con las manos pero sí con la lengua, anduvo de mesa en mesa mostrando sus cinco pinzas más preciadas, aquellas que había envuelto en un pañuelo de lino y que ofrecía en trueque a quien le diera un bocado extra de carne o un trago de guarapo fresco.

—Estas no son cualquier pinza —decía—. Son las que guardo para las ocasiones importantes.

Y aunque todos sabían que el valor de esas pinzas era puro capricho de María, más de uno le extendía un plato lleno, como quien paga una deuda antigua.

Ese día se dijo que el barranco se achicó por voluntad de la Virgen, que los hombres no se cansaban y que el agua del pozo sabía más dulce. Al atardecer, cuando ya no se escuchaban los picos ni las palas, alguien dijo que nunca antes se había visto a Rio Tuasán trabajar tan unido. Alguien más, menos crédulo, respondió que eso era porque todos esperaban que, cuando el colegio estuviera listo, las monjas trajeran nuevas profesoras de Medellín.

Pero eso era lo de menos. Lo cierto es que en Rio Tuasán, aquel convite quedó en la memoria como el día en que hasta los enemigos se dieron la mano, y los fantasmas de la guerra se quedaron en casa, esperando otro momento para salir.

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