8 – Los arrieros y el café

En aquellos días en que el mundo aún no había sido domesticado por el asfalto y los automóviles, cuando los caminos eran apenas cicatrices de herradura abiertas a fuerza de pezuña y machete, los arrieros eran los dueños secretos de las montañas. Se decía que los pueblos nacían donde ellos decidían descansar, y que el café, antes de ser aroma y leyenda, era sudor y barro pegado a las botas.

Don Gabriel Gallego, arriero de sombrero blanco y banda negra, pañoleta roja al cuello y machete al cinto, guiaba su recua de veinte mulas como quien conduce un ejército de fantasmas obedientes. Cada mula cargaba sacos de café que olían a tierra mojada y a promesas de prosperidad, y avanzaban en fila india por los senderos enlodados, apenas visibles entre la niebla que bajaba como un presagio desde la Cordillera Central.

Las lluvias, fieles guardianas del Eje Cafetero, caían a menudo con furia de penitencia, convirtiendo el camino en una serpiente de lodo donde las mulas resbalaban y los arrieros maldecían en voz baja, como si conjuraran a los espíritus de la montaña para que les abrieran paso. El caporal, siempre al frente, volvía de vez en cuando sobre sus pasos para contar las mulas, asegurarse de que ninguna se hubiera perdido en el laberinto de cafetales y helechos gigantes que parecían susurrar historias de otros tiempos.

Los arrieros no eran hombres comunes. Se decía que conocían cada curva y cada piedra del camino como si fueran las líneas de la palma de su mano. En las noches, cuando la lluvia golpeaba el techo de zinc de los estancos donde paraban a descansar, tocaban el tiple y cantaban coplas sobre amores perdidos y mulas tercas, mientras el aguardiente les calentaba el alma y les hacía olvidar la soledad de las veredas.

El pueblo, al final del camino, era apenas una promesa de bullicio y mercado. Allí, el productor esperaba, contando las monedas y los días, mientras el aroma del café recién llegado se mezclaba con el de la tierra húmeda. Nadie preguntaba cómo había llegado ese café; bastaba con ver las huellas de herradura impresas en el barro para saber que los arrieros, esos hombres curtidos y silenciosos, habían cumplido una vez más su pacto con la montaña y el destino.

Y así, entre el sol y la lluvia, entre la memoria y el olvido, los arrieros iban tejiendo caminos y leyendas, llevando el café desde la finca hasta el pueblo, como si transportaran no solo un fruto, sino el corazón mismo de la tierra cafetera, donde lo real y lo mágico se confunden en el horizonte.

Don Gabriel y el espanto

En aquellos días en que los arrieros eran reyes del camino y los cafetales olían a aguardiente y sudor, Don Gabriel Gutiérrez era conocido de vereda en vereda como el más terco de los descreídos. Decía que no creía en brujas ni en espantos, y lo decía con una voz tan gruesa que hasta los perros dejaban de ladrar. “Yo sólo creo en la mula que me lleva y en el café que cargo”, repetía, como si eso lo protegiera del más allá.

Una tarde de neblina espesa, llegó con su recua a una finca encaramada entre los pliegues húmedos de la montaña. Los dueños le advirtieron, casi en susurros, que el espanto del abuelo Feliciano no dejaba dormir. “Golpea las paredes como si quisiera salir del otro mundo”, le dijeron. Don Gabriel soltó una carcajada tan sonora que espantó a las gallinas del corral.

—¿Espantos? ¡Estúpidos! Si se aparece, lo agarro a rejo limpio —dijo, mientras amarraba las mulas y se empinaba un trago de ron viejo.

Esa noche, ya con la vela temblando en su última llama, se acostó en su camarote de madera, aún oliendo a sudor de mula y a tierra mojada. Apenas cerró los ojos, comenzó el golpeteo. Al principio fue un toc toc toc como de nudillos tímidos. Pero luego, como si el espanto se envalentonara, vinieron los golpes secos y sordos, ¡tac! ¡tac! ¡tac!, retumbando por toda la casa como si la madera quisiera salirse de sus goznes.

Don Gabriel se sentó de un salto y gritó hacia la oscuridad:

—¡Locura de ultratumba! ¡Ánima sin oficio! ¿Qué es lo que buscas aquí, carajo?

El espanto respondió con un silencio denso y un golpe seco que hizo caer un plato de loza en la cocina.

—¡Ah, con que eres de esos que no dan la cara! —rugió Don Gabriel, poniéndose las botas—. ¿Qué querés? ¿Llevarme? ¡Pues vení y hacelo de frente!

Los golpes se volvieron más furiosos. Algo se arrastró por el techo. El viento entró por la rendija como un quejido viejo. La parrilla de las arepas salió volando y cayó con estrépito, en medio del patio, como si alguien la hubiera lanzado con rabia desde otro mundo.

Don Gabriel salió al patio con la linterna en una mano y el machete en la otra. Gritaba como si se peleara con un hombre:

—¡Vení, cobarde! ¡Salí, alma en pena! ¡Desgraciado! ¡Ahora sí te vas a ir al infierno, donde te pondrán en la parrilla que acabás de tirar, y te van a voltear como a una arepa cruda!

Un golpe más fuerte sacudió la pared del dormitorio. La linterna parpadeó. El viento se llevó la última vela, y todo quedó a oscuras.

Pero entonces, como si al espanto se le hubiese acabado el orgullo o la energía, todo cesó. Ni un crujido, ni un soplo, ni una sombra. Solo el croar distante de un sapo y el rumor del río como un arrullo cansado.

Don Gabriel, aún resollando como toro bravo, regresó al camarote.

—Ahí tienen a su espanto —dijo, y se cubrió con la ruana—. No aguantó ni una insultada bien dicha.

Durmió como una piedra. Y al día siguiente, cuando le preguntaron si había oído algo, se limitó a decir:

—Nada que no se pueda callar con un buen madrazo.

Desde entonces, cuentan que el espanto del abuelo Feliciano no volvió a molestar. Tal vez, dicen los viejos del pueblo, porque por primera vez en cien años alguien le habló peor que su propia viuda.

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