A través del año, se le ocurría a algunos habitantes del pueblo organizar una carrera de caballos. No había fecha fija ni patrón que lo mandara, pero bastaba con que dos o tres se pusieran de acuerdo y corriera la voz, para que todo Río Tuasán se alistara. Esto lo hacían público, para que los vecinos estuvieran listos y, además, para que las autoridades tomaran las medidas necesarias, como cerrar la carretera en ambas direcciones, desde el cruce de la quebrada hasta el punto donde arrancaba la carrera.

Era un evento que llamaba la atención de todos. Se apostaba dinero, se bebía cerveza y aguardiente, y las conversaciones se llenaban de pronósticos y anécdotas de otras carreras. Desde temprano, la gente empezaba a buscar sitio al borde de la carretera, algunos sentados en piedras o troncos, otros de pie, con el sombrero calado hasta las cejas para protegerse del sol. Los niños corríamos de un lado a otro, buscando mejor vista, aunque al final terminábamos todos subidos en el mismo árbol que daba sombra junto a la tienda de Don Gerardo.
María Pinzas siempre era una de las primeras en llegar a «la fiesta», como ella le llamaba. Se plantaba cerca de la meta, con su falda de flores y el cabello que se recogía una y otra vez, sacando de su bolsita unas pinzas que acomodaba sin descanso. Cada vez que alguien se le acercaba, preguntaba con una sonrisa nerviosa:
—¿Cómo me ve? ¿Sí estoy bonita?
Y no importaba la respuesta, ella se volvía a mirar el reflejo en el vidrio de algún carro estacionado, arreglándose un mechón rebelde. Pero además de eso, María tenía su propia manera de participar en las apuestas. No tenía plata como los demás, pero ofrecía algo que para ella valía más que el dinero: cinco pinzas “especiales”.
—Yo le apuesto cinco pinzas finas contra doscientos pesos —decía, mostrándolas en la palma de la mano como si fueran joyas.
Eran pinzas que, según ella, traía de Medellín o de Bogotá, aunque todos sabíamos que las había encontrado en el mercado o se las había regalado alguien que ya ni recordaba.
Lo curioso era que, ganara o perdiera, casi siempre el que había hecho la apuesta con ella le terminaba pagando los doscientos pesos, como por cariño o por costumbre. Y ella, feliz, recogía el billete y lo guardaba con cuidado en el bolsillo de su blusa, no sin antes decir, como si fuera un trato justo y ganado con honores:
—Es que las pinzas mías tienen su valor, no crean.
Y después seguía arreglándose el cabello, convencida de que estaba lista para cualquier foto que alguien quisiera tomarle.
Mápura, en cambio, llegaba en silencio, como quien va de paso pero se queda. Se sentaba sobre una piedra grande, al borde la carretera, siempre en el mismo sitio. Nadie sabía si le gustaban las carreras, pero ahí estaba, mirando fijo hacia el fondo del camino, esperando ver la nube de polvo que anunciaba el galope. No es que no quiera hablar, es que las palabras parecen demasiado pequeñas para contener lo que pienso. La gente no ve ni oye esto, pero si se me ocurriera soltar palabras, estas estallarían como si fueran pólvora. Yo sé que solo yo oigo este estrépito, que solo yo veo los fulgores, que solo yo, huelo esta pólvora.Si alguien le pasaba un vaso de chicha o de aguardiente, lo aceptaba con un leve asentir de cabeza, y luego volvía a quedarse quieto, como una estatua que observaba todo sin decir nada. Algunas veces, cuando uno de los caballos pasaba tan rápido que levantaba piedras, él se inclinaba levemente para protegerse, pero nunca decía una palabra. Alguna vez intenté hablar, pero esto casi me mata. Si volviera a hablar, seguro que me vuelvo loco. Por eso ni siquiera intento hacer creer a los otros que yo podría hablar.
A veces pasaban accidentes. Algún jinete se caía, o un caballo, por cualquier motivo, se detenía en seco y el hombre salía lanzado por el aire como un costal vacío. La gente murmuraba unos minutos, y después todo seguía como si nada. Era parte del riesgo y parte del espectáculo. Los más viejos decían que eso le daba emoción a la cosa, aunque las mujeres se persignaban y alguno corría a buscar al boticario.
Desde el pueblo, en lo alto, se veía lejos en la carretera el polvo levantarse, señal de que los caba-llos ya venían a todo galope. Entonces la gente gritaba, como si los caballos fueran suyos, animando a los jinetes con un fervor que se confundía con la algarabía de las apuestas.
—¡Ahí vienen! ¡Ese es el Alazán de Alberto Rua!
—¡No, ese es el rucio de los Gaitán! ¡Mírele el lazo rojo en la crin!
Las mujeres alzaban a los niños para que vieran mejor, y los hombres aferraban los sombreros a la cabeza mientras agitaban el brazo en el aire.
Al final de la carrera, todo era polvo, sudor y risas. El ganador alzaba el sombrero mientras recibía los aplausos, y al que había perdido, le alcanzaban un trago para consolarlo. María Pinzas, sin importar el resultado, se acercaba a felicitar al jinete que le había ganado la apuesta y le extendía la mano para cobrar sus doscientos pesos. Y casi siempre se los daban. Ella decía que eso se debía a la suerte que le traían sus pinzas, aunque todos sabíamos que era más bien porque nadie se atrevía a negarle nada.
—Es que las pinzas mías tienen su valor, no crean —repetía, mientras volvía a su sitio con una sonrisa triunfadora. Y bailaba y daba vueltas alegres, mientras entonaba una canción que solo ella conocía.
Mápura, en cambio, se levantaba despacio y volvía a su andar callado, como si lo que había visto lo llevara guardado para contárselo a nadie.
Así eran las carreras de caballos en Río Tuasán: una fiesta improvisada, donde la emoción corría tanto como los caballos, y el pueblo entero se olvidaba, por un rato, de la rutina y los pesares. Aunque después, cada quien volviera a su vida de siempre, al día siguiente.
Cada vez que estoy rodeado de gente, siento que mi mente se llena de ruido, un caos que me empuja a buscar refugio en mi interior. Aquí, en este silencio, todo tiene sentido. Veo las cosas con claridad, pero cuando intento explicarlas, se desmoronan como arena entre mis dedos. Prefiero observar, escuchar, entender desde lejos. No estoy loco; simplemente el mundo externo me abruma y mi lugar seguro está dentro de mí.
