6 – Los viernes de toros y el mercado

En Rio Tuasán había días que traían consigo una emoción particular, como si el aire mismo supiera que algo estaba a punto de pasar. Los viernes, desde temprano, tenían un rumor distinto. La gente hablaba en voz más baja, pero los ojos brillaban. Y no era por la misa ni por las noticias del gobierno, sino por algo más sencillo y más antiguo: los toros.

A eso de la una de la tarde, sin falta, alguien en el pueblo lanzaba el grito:
¡Ahí vienen los novillos!
Y entonces el pueblo entero se estremecía.

Los carniceros habían partido al amanecer hacia las veredas y fincas, donde los ganaderos les entregaban los novillos que serían sacrificados para el mercado del sábado. El regreso era siempre un desfile de músculo y fuerza bruta: una manada de toros que bajaba la montaña, arreados por peones a caballo, el polvo levantándose a su paso, las patas golpeando el empedrado como tambores de guerra.

El sonido de los cascos, el mugido grave de algún toro inquieto, el chasquido de los látigos al aire y los gritos de los vaqueros se oían desde lejos, anunciando su llegada como un trueno que se acercaba. Y cuando finalmente aparecían por la calle principal, todo el pueblo se detenía. Las puertas de las casas se abrían de par en par, los niños dejaban los juegos y se trepaban a las ventanas o a las ramas de los árboles, las mujeres salían a las aceras, a veces limpiándose las manos en el delantal, para no perderse ni un segundo del espectáculo.

Los peones, expertos y valientes, montaban sus caballos como si fueran extensiones de su propio cuerpo. Con el lazo en la mano y el sombrero bien calado, guiaban la manada hacia el matadero que quedaba al final del pueblo, cerca de la quebrada. Pero el camino nunca era tranquilo. Siempre había un novillo más testarudo, uno que se salía de la fila y que desafiaba a los hombres. Y era entonces cuando el corazón del pueblo latía más fuerte.

—¡Se salió uno! —gritaba alguien.
Y todos se apretujaban en las esquinas, subían al primer muro que encontraban o se trepaban en los burros amarrados cerca del parque. Ver a los vaqueros correr tras el novillo fugitivo era un espectáculo que nadie quería perderse. Algunos toros daban vuelta por la plaza, otros metían la cabeza en los callejones y hasta alguno llegó a meterse en una tienda una vez, tirando sacos de arroz y cajas de gaseosas.
Los peones reían mientras hacían su trabajo, y la adrenalina del momento llenaba de júbilo a los que miraban. Los niños gritaban y aplaudían cuando el animal, finalmente, era rodeado y devuelto a la manada, como si fuera una hazaña digna de un héroe.

Los viernes de toros eran un evento que unía a todos. Los viejos contaban historias de cuando uno de esos animales había sido imposible de atrapar y se perdió río abajo. Los más jóvenes soñaban con ser algún día peones valientes, domadores de toros salvajes. Y las mujeres, aunque fingían molestia por el alboroto, no podían ocultar el brillo en los ojos mientras miraban la escena.

Cuando finalmente todos los toros estaban encerrados en el matadero, el pueblo recuperaba su ritmo. Pero en el aire quedaba una energía viva, como si todos hubieran vivido una aventura compartida.

Esa misma noche, en la cantina BALALAIKA o en la plaza iluminada, los hombres se jactaban de su cercanía al peligro:
—Yo estuve a dos pasos del novillo que se salió —decían, con un vaso de aguardiente en la mano.
Y los muchachos soñaban con el día en que pudieran ser ellos quienes lanzaran el lazo certero que salvaba la situación.

El sábado era el día del mercado, sí, pero el verdadero espectáculo siempre empezaba el viernes con los toros. Porque en Rio Tuasán, cuando los peones venían arreando los novillos, la vida parecía detenerse para dar paso a ese viejo rito de fuerza y valentía que se repetía semana tras semana sin perder nunca su emoción.

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