En Rio Tuasán, todos sabían dónde quedaba El Barrio. No hacía falta preguntar, ni mapas, ni indicaciones. Era esa parte del pueblo donde las luces se encendían más temprano y se apagaban más tarde, donde la música tenía otro ritmo, uno quse sentía en el pecho, como si el bombo de la vida allí golpeara más fuerte. Agunos lo señalaban con desdén, otros lo nombraban en voz baja, pero todos, sin excepción, sabían de su existencia.
El Barrio estaba en la parte baja del pueblo, junto a la quebrada, como si el agua que corría por ahí quisiera llevarse los pecados que los más devotos decían que se cometían en esas calles. Pero la verdad era otra. En el Barrio vivían mujeres de carne y hueso, con nombres propios y vidas que no cabían en los susurros de la misa ni en los chismes de las cantinas.
A esas mujeres las conocíamos desde siempre. Ellas saludaban al carnicero, compraban su pan en la tienda, enviaban cartas en la oficina de correos. Y cada miércoles, religiosamente, caminaban en fila desde El Barrio hasta el hospital para pasar su revisión médica, o La inspeccion de higiene, como decíamos nosotros. Era un trayecto largo, que atravesaba la plaza principal, pasaba frente al colegio de varones, bordeaba la iglesia y terminaba en el consultorio blanco donde el doctor Carrillo las esperaba.

Los miércoles, a eso de las nueve de la mañana, había silencio en el colegio. Las clases seguían, pero los ojos de los muchachos se escapaban hacia la ventana cuando ellas pasaban. Caminaban erguidas, sin apuro, vestidas con ropa sencilla, pero siempre limpias, los cabellos recogidos y la mirada al frente, como si supieran que eran observadas pero no les importara. Algunas llevaban tacones que resonaban sobre los adoquines; otras iban en sandalias, como cualquier mujer del pueblo.
No había burla. Nadie se atrevía a faltarles al respeto. Los alumnos del colegio, muchachos de pantalón corto y corbata azul, las mirábamos pasar en silencio. Era un silencio lleno de preguntas que nadie hacía en voz alta, porque desde pequeños habíamos aprendido que había cosas que se respetaban aunque no se comprendieran del todo. Y ellas, con ese paso firme, parecían enseñar sin decir palabra alguna que la dignidad no estaba en lo que uno hacía, sino en cómo se llevaba la frente.
Entre ellas estaba Elvira, que había nacido en el mismo pueblo, al otro lado del río. De niña había correteado con muchos de nosotros en las rondas de la plaza y se sabía de memoria los cantos de la Inmaculada. Sus padres murieron jóvenes, y Elvira quedó sola, sin un peso y sin nadie que la protegiera. Dicen que fue el Barrio el que la recibió cuando ya no había otra puerta abierta. Y aunque la vida no le fue fácil, Elvira nunca dejó de sonreír. Saludaba a todos en la plaza, preguntaba por la familia como si todavía fuera aquella muchacha que vendía empanadas los sábados. Siempre tenía un gesto amable, una palabra para levantar el ánimo. Muchos decían que era la más alegre del Barrio, y cuando pasaba rumbo al hospital, más de un muchacho bajaba la vista por no saber qué hacer con la ternura que le provocaba verla.
En el Barrio había cantinas que abrían solo por la noche. Los fines de semana, los campesinos que venían al pueblo para el mercado del sábado, después de vender sus productos y hacer la remesa, se encaminaban allí montados en sus caballos. Dejaban las bestias amarradas al poste, justo fuera del BALALAIKA, una cantina donde se bebía, se jugaba al billar y se apostaba lo ganado en la semana. La música subía de volumen con el correr de las horas, y muchos regresaban al amanecer tambaleando, pero con la risa fácil y los bolsillos aligerados.
Se decía que en El Barrio, además de licor y caricias, se contaban historias. Natilla, que a veces se sentaba en la plaza a contar espantos, decía que allí una de las chicas había visto al mismísimo Mohán cruzar el río en una noche sin luna. Y que otra había hablado con un duende que se escondía en la ceiba vieja. Las leyendas del pueblo tenían eco en esas casas, donde no solo se bailaba y se bebía, sino también se contaban cuentos para espantar el miedo o reírse de la vida.
El Barrio influía en la vida diaria de Rio Tuasán más de lo que muchos querían admitir. Si faltaba un peón para la cosecha, alguna de esas mujeres avisaba al patrón. Si se necesitaba una comitiva para la fiesta de la Inmaculada, allí estaban las primeras en donar para los fuegos pirotécnicos. Cuando murió el maestro de la banda, fueron ellas las que pusieron el dinero para comprarle la caja nueva al tamborilero, para que la retreta del domingo no perdiera su música.
En el colegio, los miércoles eran un día especial. Después de verlas pasar, el patio se llenaba de silencios largos. Ninguno de nosotros hablaba de lo que habíamos visto, pero todos lo guardábamos en algún lugar secreto de la memoria. Sabíamos que esas mujeres eran parte de nuestro pueblo, tanto como la iglesia o el parque. Algunos decían que eran pecadoras; otros que eran mártires. Nosotros, simplemente, sabíamos que eran mujeres que caminaban con la cabeza en alto y que, cuando pasaban, hasta los perros del pueblo se quedaban quietos.
Crecimos sabiendo que en Rio Tuasán había sitio para todos. Para el que cantaba en la plaza, para el que sembraba en la montaña, para la señora que vendía rellena los sábados, y también para Elvira y las chicas del Barrio, que cruzaban la plaza cada miércoles con su paso firme y su dignidad intacta.
