4 – Historia de un cacharrero

En los caminos polvorientos donde el tiempo parecía estirarse como el eco de un trueno lejano, la figura del cacharrero era tan familiar como el canto del gallo al amanecer. Se le veía venir desde lejos, envuelto en una nube de polvo y misterio, con una maleta en cada mano y un bolso colgado a la espalda, como si cargara sobre sí el peso de todos los sueños domésticos del campo.

Don Jacinto, así lo llamaban aunque nadie recordaba si ese era su verdadero nombre, recorría veredas y trochas con la paciencia de quien sabe que la vida es un viaje sin atajos. Su andar era pausado, casi ceremonioso, como si cada paso fuera una promesa hecha al destino. En sus maletas llevaba espejos que devolvían la imagen de casas humildes, tazas de loza que tintineaban como campanitas, peines de carey, agujas, botones, y hasta relojes que a veces marcaban la hora y a veces el olvido.


Los campesinos lo esperaban como se espera la lluvia en verano: con esperanza y resignación. Sabían que, dondequiera que lo sorprendiera el día, Don Jacinto encontraría un cliente, una cena caliente y una cama improvisada junto al fogón. Era conocido en cada finca, no solo por los cacharros que vendía, sino por las historias que traía en la lengua y el corazón. Decían que había nacido en un pueblo que ya no existía, y que por eso andaba siempre de paso, como si buscara un hogar que se le había perdido en la infancia.
 

Al llegar, los niños corrían a su encuentro, curiosos por descubrir qué maravillas traía esta vez. Las mujeres lo recibían con café recién colado y preguntas sobre la vida en otros caminos. Los hombres, entre risas y tragos de aguardiente, le pedían noticias del mundo más allá de las montañas. Don Jacinto, con la sabiduría de los que han visto mucho y han callado más, respondía con medias verdades y cuentos adornados, porque sabía que la realidad, en el campo, necesitaba de un poco de magia y mucha fantasía para ser soportable.

Por las noches, después de la cena, abría sus maletas como quien revela un tesoro, y los ojos de todos brillaban ante el desfile de objetos modestos pero imprescindibles. Al final, cuando el sueño vencía a la conversación, Don Jacinto se acomodaba en un rincón, envuelto en su ruana, seguro de que al día siguiente el camino lo llevaría a otra finca, a otros rostros, a otras historias.

Así, el cacharrero iba dejando su huella invisible en cada casa, en cada vida, como un cometa que arrastra tras de sí la nostalgia de lo que se pierde y la esperanza de lo que está por venir. Porque en los caminos del campo, donde la soledad es una vieja compañera, la llegada del cacharrero era siempre una fiesta, un recordatorio de que, aunque el mundo fuera grande y solitario, siempre habría alguien dispuesto a cruzarlo, maleta en mano, para llevar un poco de alegría y compañía.

Translate »