En Río Tuasán, un pueblo tan apartado que ni el eco de las carreteras llegaba a sus montañas, las fincas se esparcían como islas verdes en un mar de cafetales y guaduales. Allí vivía Mápura, un hombre tan fuerte y callado que muchos creían que la montaña misma le había dado sus hombros y su silencio. Nadie recordaba haberle escuchado una palabra más larga que un saludo, pero todos sabían que Mápura oía y comprendía, como si en vez de oídos tuviera raíces hundidas en la tierra.

Cuando en alguna finca la desgracia caía y alguien enfermaba de gravedad, la esperanza tenía el nombre de Mápura. Los campesinos, acostumbrados a la distancia y la soledad, sabían que solo él podía vencer el trecho imposible entre la casa perdida en el monte y el hospital del pueblo. Llegaba entonces Mápura, con su perrito al frente, y alzaba al enfermo con todo y silla, terciando el peso en sus hombros como quien carga el destino de otro. Así, avanzaba paso a paso, sin queja ni apuro, mientras el enfermo, envuelto en mantas y miedo, sentía el vaivén de la marcha y el consuelo de no estar solo en el infortunio.
Por el camino, los pájaros guardaban silencio y hasta el río parecía fluir más despacio, respetando el paso solemne de Mápura y su carga. En el pueblo, las puertas se abrían apenas lo veían llegar, y el hospital, acostumbrado a su figura, recibía al enfermo con la certeza de que, gracias a ese hombre y su perrito, la vida todavía tenía una oportunidad en Río Tuasán.
Y cuando todo terminaba, Mápura regresaba a su casa sin esperar agradecimientos, con el mismo silencio de siempre, seguido por su perro fiel y la certeza de que, aunque el mundo fuera grande y difícil, aún quedaba en él un hombre capaz de cargar con el dolor ajeno, sin decir palabra.
