En Rio Tuasán, la Semana Santa era un acontecimiento que teñía al pueblo entero de un recogimiento total. En Río Tuasan, donde la realidad y la fantasía se entrelazaban como hilos de un tapiz milenario, la existencia misma dependía de una sinfonía de elementos que desafiaban la lógica del mundo exterior. Curanderos, yerbateras, brujas y espantos cohabitaban en un delicado equilibrio, tan natural como el fluir del río que daba nombre al pueblo.
Frente a nuestra casa, según aseguraba mi madre con una convicción inquebrantable, vivía una señora cuya reputación de yerbatera se extendía como la niebla en las madrugadas de Río Tuasan. La prohibición de acercarnos a aquella morada era tan absoluta como el silencio que reinaba en la plaza del pueblo a la hora de la siesta.

El tiempo, ese viajero incansable que todo lo transforma, me llevó a los bancos de la escuela primaria, donde las letras comenzaron a revelarme sus secretos. Una tarde, cuando el sol empezaba a ocultarse tras las montañas, tiñendo el cielo de un naranja imposible, mi madre me encomendó una misión que hizo temblar los cimientos de mi mundo: debía ir a la casa de enfrente, el hogar de la temida yerbatera, para hacerle una pregunta.
Con el corazón latiendo como un tambor ceremonial, crucé los escasos dos pasos que separaban nuestra casa de aquel reino prohibido. Toqué a la puerta con una mezcla de temor y curiosidad, haciéndome el valiente mientras esperaba que se abriera el portal a lo desconocido.
La señora me recibió con una sonrisa que desmentía años de terrores infantiles. «Siéntate», me dijo con una voz que parecía brotar de las mismas raíces de la tierra, «ya vengo». Mientras ella desaparecía en las profundidades de la casa, mis ojos se posaron en una caja de cartón que proclamaba en letras desvaídas: «La olla mágica».
En ese instante, la realidad y la fantasía colisionaron en mi mente con la fuerza de un huracán caribeño. Me vi a mí mismo, pequeño e indefenso, sumergido en aquella olla mágica, hirviendo en un brebaje de pesadillas y supersticiones. Sin mediar palabra, impulsado por un terror que nacía de las entrañas de la imaginación, huí de aquella casa como alma que lleva el diablo.
Llegué a casa sin aliento, las palabras tropezándose en mi boca al intentar explicar a mi madre el horror que acababa de experimentar. Ella, guardiana de los secretos de Río Tuasan, solo atinó a reír, una risa que resonó en las paredes de nuestra casa como el eco de una verdad que yo aún no estaba preparado para comprender.
Así era la vida en Río Tuasan, donde la línea entre lo real y lo imaginario era tan delgada como el hilo del destino, y donde una simple caja de cartón podía contener todos los misterios y terrores del universo en la mente de un niño que apenas comenzaba a descifrar los enigmas del mundo adulto.
Años más tarde supe que la «olla mágica» era una olla a presión!
