Los domingos en Rio Tuasán olían diferente. Desde la tarde, después de la misa, el aire se llenaba de una mezcla de perfume barato, talco de arroz y aguardiente tibio. Las campanas de la iglesia sonaban largas y pausadas, como avisando a todos que era hora de prepararse para la retreta, ese ritual sagrado en el que el pueblo se vestía de fiesta sin importar si llovía o si el sol todavía quemaba fuerte.
La retreta empezaba a las siete en punto, cuando los músicos del pueblo subían al quiosco de la plaza, acomodaban sus sillas de madera y afinaban sus instrumentos bajo la luz eléctrica que titilaba como una luciérnaga cansada. Los clarinetes y trompetas daban sus primeras notas, tímidas al principio, mientras el bombo marcaba el ritmo que pronto llenaría cada rincón de la plaza. Era música que se sentía en el pecho, que hacía vibrar los huesos y, para algunos, el corazón.

La plaza se iluminaba por completo. Los faroles eléctricos colgados de los postes lanzaban su luz amarilla sobre los adoquines viejos y las bancas de hierro forjado. En torno a ella, las cantinas apagaban el bullicio para dejar espacio a la música, y hasta los borrachos bajaban la voz, como si entendieran que en ese momento el pueblo respiraba diferente.
Las mujeres salían tomadas del brazo de sus madres o de sus tías, con vestidos de colores pastel y peinados recién hechos, brillantes de tanta brillantina. Los hombres caminaban despacio, con los sombreros en la mano, los zapatos lustrados y las camisas almidonadas que olían a plancha caliente. Algunos se colocaban el machete al cinto, aunque no lo necesitaran, solo para darle más fuerza al paso y un poco de respeto al mirar.
Y entonces comenzaba la vuelta a la plaza.
Los más jóvenes caminaban por el lado interno del círculo, justo alrededor del quiosco, mientras las muchachas lo hacían por el lado externo. Era un vaivén casi hipnótico, un desfile de miradas furtivas y sonrisas contenidas. Ellos bajaban los ojos apenas un segundo antes de cruzar la mirada con la muchacha que les gustaba; ellas disimulaban el sonrojo con un gesto elegante, como si se acomodaran el cabello detrás de la oreja.
Había quienes decían que más de un matrimonio había empezado con esa sola mirada en la retreta. Y era cierto. La vuelta a la plaza era un juego antiguo de paciencia y deseo, donde bastaba el roce de una manga o el cruce accidental de los dedos para que se encendiera una historia de amor.
Los adultos caminaban por la parte más amplia del círculo, tomados del brazo, como si todavía llevaran en la sangre las ganas de seguir conquistándose, aunque ya hubieran pasado los años del primer amor. Eran matrimonios de toda la vida que todavía paseaban juntos cada domingo, con un respeto y una ternura que se notaban hasta en el ritmo de sus pasos. Algunos hombres llevaban bastón, y sus esposas caminaban despacio, acompasadas, como si no tuvieran prisa de llegar a ninguna parte. Ellos ya no necesitaban miradas nuevas; habían encontrado todo en la que caminaba a su lado.
Los niños nos sentábamos en las bancas, con las piernas colgando, viendo desfilar a todos como si fueran personajes de una obra que ya nos sabíamos de memoria. Observábamos en silencio, aprendiendo sin darnos cuenta cómo funcionaba el mundo de los grandes: cómo se daban las miradas, cómo se ofrecía el brazo, cómo se asentía con la cabeza cuando el saludo era sincero, o se apretaban los labios cuando la persona no era de confianza.
Algunos niños apostábamos en secreto por quién sería el próximo en declararse. Otros contábamos las vueltas que daba una pareja antes de separarse. Había niñas que soñaban con que alguien les ofreciera el brazo cuando fueran mayores; había niños que practicaban la manera correcta de ponerse el sombrero al saludar.
A veces, cuando la banda tocaba un pasodoble animado, algunos se animaban a bailar allí mismo, en medio de la plaza. Era entonces cuando el pueblo se llenaba de risas, aplausos y palmas al ritmo de la música. Los niños corríamos alrededor de los bailarines, como si el mundo fuera perfecto en ese instante.
La retreta terminaba cuando los músicos tocaban la última pieza, siempre un bambuco melancólico que parecía arrullar la noche. Entonces los pasos se hacían más lentos, y las parejas comenzaban a marcharse, unas a la cantina, otras a casa. Los niños nos levantábamos de las bancas, cansados de mirar, pero con el corazón latiendo fuerte, como si hubiéramos sido parte de algo grande.
Y quizás lo éramos. Porque en Rio Tuasán, la retreta no era solo música. Era el momento en que el pueblo se miraba de frente, sin prisas, sin secretos. Y desde lo alto de la colina, bajo las estrellas que parecían más cerca que nunca, todos sabíamos que aquello era lo más parecido al amor.
A veces, mientras la última canción de la banda se perdía en el silencio, aparecía Martincito. Venía caminando desde el camino del río, con su sombrero ladeado y los pies descalzos, tarareando su canción favorita, esa que nadie más conocía pero que todos esperábamos oír: «El cafetalito». Se paraba en medio de la plaza, alzaba los brazos como si saludara a la Virgen en el cielo, y cantaba con esa voz suya, aguda y temblorosa, que llenaba de ternura la noche.
Cuando Martincito cantaba, el pueblo entero lo escuchaba en silencio, como si su canción fuera la bendición final de la retreta. Y entonces, sólo entonces, sabíamos que el domingo había terminado.
