19 – Los cuentos de brujas y espantos

En Rio Tuasán, cuando el sol se escondía detrás de las montañas y la última campanada de la iglesia marcaba el inicio de la noche, el pueblo entero parecía cambiar de tono. Las calles, antes llenas de risas y del bullicio del mercado, se iban quedando vacías. Las ventanas se cerraban temprano, las lámparas de queroseno titilaban en las casas de adobe, y el viento traía consigo murmullos de historias antiguas que todavía caminaban por entre los cafetales.

Era la hora en que comenzaban los cuentos de brujas y espantos.

A nosotros, los niños, nos encantaba sentarnos en el corredor de la casa, alrededor de los abuelos o los vecinos más viejos, para escuchar esas historias que nos helaban la sangre y, sin embargo, no podíamos dejar de oír. El fuego del fogón todavía ardía en la cocina, los mayores tomaban café negro o aguardiente, y entre sorbo y sorbo, comenzaban a relatar.

Decían que en las noches sin luna, las brujas se reunían en lo alto de los árboles de guayabo, a trenzarse el pelo unas a otras mientras se convertían en bolas de candela que cruzaban el cielo, buscando niños para llevarse. Aseguraban que una bruja podía colarse en la casa si no se colocaba una cruz de palma bendita en la puerta. Y que si uno oía un silbido agudo entre los platanales, era mejor no mirar atrás, porque seguro era la patasola, buscando hombres para perderlos en el monte.

Hablaban también de los duendes, esos pequeños seres traviesos que se robaban las gallinas o enredaban las crines de los caballos en la noche. Algunos aseguraban que los duendes enamoraban a las niñas bonitas, que luego aparecían desorientadas en medio del cafetal, sin recordar cómo habían llegado allí. Había quienes afirmaban que los duendes se escondían en los túneles viejos, custodiando tesoros que sólo podían desenterrarse bajo ciertos encantos y a la medianoche.

Pero nada nos daba tanto miedo como los espantos. Historias de la Llorona, que vagaba por la quebrada buscando a sus hijos, llorando de manera tan espeluznante que te helaba hasta los huesos. De el Silbón, un alma en pena que cargaba un saco lleno de huesos y que, según decían, cuando su silbido sonaba lejos, es que estaba cerca. Y ni hablar de la Madre Monte, una figura cubierta de musgo y ramas que protegía los ríos y castigaba a los que pescaban de más o dañaban el bosque.

Y entonces, cuando la historia se ponía más sabrosa, El Mudo llegaba y se sumaba al círculo. Nadie sabía bien a qué hora aparecía, pero ahí estaba, con su sombrero de ala ancha y su saco azul oscuro, el mismo de siempre. Se sentaba cerca del fogón, y después de escuchar unos minutos, empezaba a hacer señas con sus manos rápidas. Todos callábamos, atentos. Algunos entendían de inmediato lo que él contaba; otros necesitaban que alguien, generalmente el viejo Horacio o mi abuelo, tradujera.

Decía que una vez, por andar regresando tarde de una reunión política en la vereda de El Rosario, vio una sombra blanca que flotaba por el camino, justo antes del puente del río. Él, valiente como era, se había acercado, creyendo que era alguna mujer rezagada. Pero cuando la figura giró, no tenía cara. Sólo una mancha negra donde deberían estar los ojos y la boca. El Mudo señalaba su propio rostro, borrando con la palma de su mano los ojos y los labios, mientras su otra mano temblaba levemente. Luego imitaba el gesto de correr, señalaba su corazón palpitando fuerte y mostraba cómo había llegado a su casa, sin aliento y sudando frío.

Nosotros, los niños, mirábamos a El Mudo con un respeto renovado. Él no hablaba, pero sus historias decían mucho más que cualquier palabra. Además, si un hombre como él, curtido y acostumbrado a andar solo por esos caminos, había sentido miedo, ¿qué quedaba para nosotros?

A partir de esa noche, más de uno evitó pasar por el puente del río al anochecer. Y cada vez que El Mudo hacía alguna seña mientras cruzaba la plaza, pensábamos si no estaría recordando aquel encuentro con el espanto sin cara.

Aquellos cuentos, que tanto miedo nos daban de pequeños, fueron los que tejieron la fantasía de nuestra infancia. Nos hacían correr de regreso a casa si caía la tarde mientras jugábamos en el río; evitábamos ciertos caminos de noche y, en Semana Santa, nadie se atrevía a montar a caballo ni a pescar, porque decían que en esos días los encantos estaban más vivos que nunca.

Con los años, muchos de nosotros crecimos y nos fuimos del pueblo, buscando otras tierras, otras vidas. Pero esas historias se quedaron sembradas en la memoria, como las raíces profundas del yarumo en la montaña. A veces, ya de adultos, en las ciudades donde la vida parecía más lógica y menos mágica, bastaba el olor de la lluvia o el sonido de una rama rompiéndose para que regresaran aque-llos miedos antiguos.

Y es que los que crecimos en Rio Tuasán sabíamos, muy en el fondo, que los espantos y las brujas existen, porque los vimos pasar alguna vez por la plaza, o los sentimos mirar desde el filo del cafetal cuando el sol se escondía demasiado rápido.

Aquella fantasía, nacida en el cruce de historias, leyendas y el silencio del monte, fue la que nos enseñó que el mundo era mucho más grande de lo que decían los libros. Y que entre las montañas que rodeaban nuestro pueblo, la magia siempre tuvo casa.

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