Uno de los juegos más emocionantes de aquellos tiempos era deslizarse calle abajo montados en una tabla de madera, embadurnada de parafina por debajo para que corriera mejor. Lo hacíamos en la calle de La Violeta, que era toda empedrada y con una pendiente que daba vértigo solo de mirarla desde arriba. Cuanto más resbalosa la tabla, más velocidad agarraba en la bajada, y eso nos hacía sentir como si fuéramos jinetes montados en caballos desbocados, aunque solo fuera madera raspada.
Siempre éramos tres o cuatro los que participábamos en el descenso. Juancho, el hermano mayor de Julio, era el que llevaba la mejor tabla. La llamaba El Relámpago, y decía que era de cedro lustrado. Contaba que una vez llegó hasta la esquina de la plaza sin frenar, pero eso nadie lo vio. Estaba también Nico, que se montaba sin miedo, aunque siempre salía raspado de algún codo. Y yo, claro, que era el que más tiempo pasaba frotando la parafina antes de cada bajada, porque según decían, «el secreto está en el brillo».

No nos asustaba el peligro. A esa edad uno no piensa en huesos rotos ni en las costras que se levantan al dormir. Pensábamos en ser los primeros, los que más lejos llegaban, los que lograban mantenerse sobre la tabla hasta el último adoquín. Y si había caídas, que las había, uno se sacudía el polvo, miraba que no fuera sangre lo que chorreaba, y se volvía a montar.
Antes de un descenso, la charla era de guerra. Parados en lo alto de la calle, listos para lanzarnos, hablábamos con una mezcla de emoción y nervios:
—¿Le echaste bastante parafina? —preguntaba Nico, arrodillado junto a su tabla, repasando con la vela los bordes.
—Hasta que brille como el machete de Don Roberto —respondía Juancho, que siempre tenía una frase lista.
Yo miraba la bajada y decía, solo para asustarlos:
—Hoy sí vamos a llegar hasta el estanco de Don Salomón.
—¡Mentira! Te vas a voltear en donde la señora Chepita —decía Nico, que siempre tenía presente el punto donde más tablas habían volado por los aires.
Y en medio de la charla, aparecía El Mudo, que vivía a la vuelta de la esquina. Se paraba en la acera, junto a su burro, y con las manos hacía señas que no todos entendíamos. Pero alzaba el pulgar y sonreía, y eso era suficiente para saber que nos estaba dando ánimos. A veces hasta señalaba hacia abajo con la palma abierta, como diciendo ¡suéltense ya!.
Cuando arrancábamos, el mundo se reducía al ruido de la tabla sobre las piedras, al viento golpeando en la cara y al corazón que latía como tambor. Si uno iba con otro encima de la misma tabla, el de atrás sujetaba fuerte a su compañero, confiando en que el de adelante supiera frenar, aunque casi nunca frenábamos. Llegábamos hasta donde se acababan los adoquines o hasta que una piedra suelta nos mandaba al suelo.
Aquel día, por ejemplo, Nico iba solo y agarró tanta velocidad que ni siquiera tuvo tiempo de esquivar el hueco frente a la tienda de Don Benjamín. La tabla brincó como una rana, se le volteó en el aire y él salió disparado contra el empedrado. Rodó un buen trecho antes de quedar boca arriba, con la camisa rota y el aire perdido en los pulmones.
Nosotros corrimos a su lado, medio asustados, medio riéndonos.
—¿Estás bien? —le pregunté, aunque ya sabía la respuesta por cómo tenía el codo.
—Me raspé todo —dijo apretando los dientes, con las lágrimas a punto de salir.
Entonces apareció Mápura, sin que lo hubiéramos visto llegar. Se agachó junto a Nico, le dio una mirada larga y tranquila, y sin decir nada sacó un pañuelo viejo de su bolsillo. Con la misma suavidad con que cargaba los bultos en la plaza, le limpió despacio la herida del codo. Luego le palmeó el hombro una vez, fuerte pero no brusco, como diciendo todo bien.
Nico lo miró como si no supiera qué hacer, pero al rato sonrió.
—Gracias, Mápura —dijo bajito. Y Mápura solo asintió, se levantó despacio y se fue caminando calle abajo, con sus pasos de siempre, como si lo que acababa de hacer no fuera nada.
Había veces que la tabla deslizaba perfecta, como si flotara. Y la gente del pueblo se asomaba a vernos pasar. Incluso María Pinzas apareció una vez. Se quedó mirando desde la puerta de la casa de los Restrepo, arreglándose el cabello mientras decía:
—Miren esos muchachos, ¡qué lindos se ven! Pero pónganse algo en esas rodillas, que se van a desgraciar.
Y sin más, nos regaló dos de sus pinzas para «que les dé suerte». Juancho se la puso en el bolsillo del pantalón, y juró que por eso esa tarde llegó hasta la base del palo de mango.
Después de cada descenso, los tres o cuatro nos sentábamos en el murito de piedra, raspados, sudados y riendo.
—¡Qué velocidad, carajo! —decía Nico, todavía con las mejillas coloradas.
—Mañana le quito más peso a la tabla, pa’ que vuele más —planeaba Juancho, como si fuera ingeniero.
Y yo solo pensaba en volver a frotar la parafina y repetir la hazaña, mientras El Mudo nos hacía la seña de que lo habíamos hecho bien.
A veces, antes de irnos, pasábamos por donde Don Salomón a comprar un Bon Bon Bum con las monedas que nos sobraban. Y mientras chupábamos el caramelo, mirábamos calle arriba, calculando la mejor línea para el próximo descenso.
Porque sabíamos que al día siguiente, o quizás al otro, íbamos a estar otra vez allí, desafiando la cuesta de La Violeta, como si nada pudiera rompernos.
