17 – Una Calle

Había un juego que solo se jugaba en nuestro pueblo, o al menos eso decíamos nosotros, convencidos de que era un secreto compartido entre los niños de aquellas calles de polvo. Lo llamábamos «Una Calle», porque la calle misma era la cancha, la frontera y el campo de batalla.

Se trataba de llevar un trompo desde un punto hasta el final de la cuadra, que en realidad era donde terminaba el empedrado irregular y comenzaba el cafetal del viejo Nemesio. Jugábamos al atardecer, cuando el cielo parecía arder en brasas y los burros regresaban solos a casa, con las albardas colgando como alas rotas.

Cada quien traía sus cuatro trompos, como si fueran talismanes sagrados: el tirador, el puchador, el miletero y el de reserva, que algunos guardaban en el fondo del bolsillo, envuelto en un pañuelo, como si con eso le dieran más suerte. En aquella época, los niños tenían la costumbre de «hacer curar» el trompo.

Cada sábado venían indios al pueblo, y se decía que ellos podían «curar» cosas, para que así no se perdieran. Bastaba un céntimo, una monedita en la mano callosa del indio, y un rezo en voz baja, casi un susurro, bastaba para que el trompo se volviera invencible… o al menos eso queríamos creer.

Los trompos eran de madera dura, torneados por el mismo carpintero que hacía los ataúdes, y algunos llevaban nombres pintados con tinta roja: El Rayo, El Trueno, Matatigres. Cada niño juraba que el suyo era el más rápido, el que daba más vueltas, el que tenía la punta más afilada para clavarla en el rival.

Y siempre, a un lado de la calle, en la sombra que daba la tienda vieja de don Heraclio, se sentaba Mápura. Se quedaba allí, con las piernas cruzadas, el sombrero ladeado y la mirada fija en nosotros, en el girar de los trompos y en el polvo que se levantaba. No decía nada. Nunca lo oímos hablar. Pero a veces, cuando alguien hacía una jugada perfecta, cuando el tirador golpeaba justo en el borde y el trompo rival daba un salto limpio antes de rodar hacia la meta, se le escapaba una sonrisa leve, casi como un destello. Era una sonrisa callada, de esas que uno solo advierte si está atento. Para nosotros, que éramos niños y creíamos en los duendes y en los encantos, la sonrisa de Mápura era como una bendición secreta. Había quienes decían que traía suerte.

El juego empezaba con un sorteo sencillo: una piedrita blanca y otras negras en la mano cerrada de alguien. Perdía el que tuviera la piedra negra. El que perdía debía colocar su trompo en el suelo, inmóvil, expuesto, esperando el golpe. Entonces venía el turno del tirador, que debía lanzar su trompo con fuerza y puntería, tratando de golpear el trompo del suelo para empujarlo unos metros hacia la meta. Si lo lograba, ganaba aplausos y respeto, y podía volver a intentarlo. Pero si fallaba, si el trompo caía lejos o no alcanzaba su objetivo, el lanzador perdía su turno… y su propio trompo (puchador) pasaba a ser el sacrificado en la siguiente ronda.

Era un juego de destreza, sí, pero también de estrategia, de saber cuándo usar el trompo fuerte y cuándo arriesgar el que ya tenía los bordes astillados. Había quienes jugaban con rabia, golpeando el trompo del rival hasta romperle la madera, como si en ese acto cobraran viejas deudas que sus padres no habían podido saldar. Otros, en cambio, parecían bailar con el viento, lanzando el trompo con una suavidad que hipnotizaba, hasta que el golpe preciso arrancaba un grito de admiración.

Jugábamos hasta que el sol se perdía detrás de la montaña, y las madres gritaban nuestros nombres desde las puertas. A veces, mientras recogíamos los trompos polvorientos y las cuerdas deshilachadas, sabíamos que esa misma tarde alguien había muerto en la vereda vecina, o que un disparo se había escuchado cerca del río. Pero eso era asunto de los grandes. Nosotros seguíamos lanzando trompos, como si con cada giro espantáramos los fantasmas que acechaban detrás de los cafetales.

Y Mápura seguía allí, observando en silencio, como si fuera el guardián invisible de ese juego que para nosotros significaba todo.

El Miletero y el Castigo Final

Pero el verdadero drama de «Una Calle» comenzaba cuando terminaba la calle. No se perdía el juego, no, eso era solo el principio. Se perdía el turno, y con eso se perdía también la suerte. El castigo era tan antiguo como el juego mismo, transmitido por generaciones invisibles que, según decían, habían jugado lo mismo antes de que llegaran los misioneros a bautizar los ríos y las piedras.

El perdedor debía entregar su trompo puchador, el que hasta entonces había soportado los embates de los otros trompos, avanzando, girando, resistiendo. Se colocaba en el centro del ruedo improvisado, en medio del polvo caliente, mientras todos rodeábamos el círculo con la solemnidad de un juicio. Allí comenzaba el mileteo.

Cada jugador, por turno, sacaba su miletero. No era cualquier trompo, era un trompo especial: pesado, robusto, de madera dura como el corazón del nogal, y con una punta afilada como la espina de un cactus. Nosotros mismos afinábamos la punta contra la piedra del río, hasta que brillaba como el diente de un jaguar. Pero lo más importante era el amarre. La cuerda debía sujetarse con una vuelta secreta que habíamos aprendido de nuestros hermanos mayores, de modo que, al lanzarlo con furia, el miletero no se soltara, sino que quedara colgando de la cuerda como un yoyo asesino, listo para volver a atacar. De antemano se había acordado cuántos miletes podía dar cada uno.

Si el miletero se soltaba antes de tiempo, el turno se perdía. Y perder el turno era un bochorno peor que perder el juego.

Uno a uno, los niños lanzaban sus mileteros sobre el puchador del perdedor. El trompo caía en picada, con un zumbido que llenaba el aire como el canto de una avispa furiosa. El impacto hacía saltar astillas de madera, y el puchador temblaba sobre la tierra, recibiendo golpe tras golpe. Algunos trompos aguantaban varios turnos; otros, los más viejos o los de madera blanda, no resistían mucho. Bastaba un golpe bien dado, una punta que encontrara el nervio oculto de la madera, y el puchador se abría en dos mitades, como un corazón partido.

Cuando eso pasaba, el juego se acababa. Nadie decía nada. Solo mirábamos en silencio los restos del trompo roto, mientras el dueño lo recogía con cuidado, como si juntara los huesos de un animal querido. Algunos se encogían de hombros y prometían hacerse uno nuevo con el abuelo carpintero. Otros, los más callados, guardaban los pedazos en el bolsillo, sin decir nada, y ya no volvían a jugar por varios días.

Porque el puchador no era solo un pedazo de madera torneada. Era el que cargaba la historia del juego, el que había llevado la carga, el que había recibido los golpes por uno mismo. Perderlo era perder un compañero de aventuras.

Después de la destrucción, venía el silencio. Nos íbamos a casa, unos contentos y otros no tanto, cruzando las calles donde las vacas dormían y los caballos pastaban sueltos. A veces, al fondo del pueblo, se escuchaba un disparo, o los gritos de alguien que lloraba. Pero nosotros solo pensábamos en la siguiente partida, en el próximo trompo, en la cuerda nueva que habría que cortar de la hamaca vieja para hacer un mejor amarre.

Y allá, en su esquina habitual, Mápura seguía sentado. Observaba cómo nos íbamos, uno a uno, y a veces, solo a veces, nos regalaba otra de sus pequeñas sonrisas. Como si supiera que al día siguiente volveríamos a jugar… y que él estaría allí para vernos.

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