En Río Tuasán, como en muchos pueblos que parecen suspendidos en el tiempo, siempre hubo personas que caminaban a su propio ritmo. Algunos los llamaban “los olvidados”, pero para nosotros eran parte del paisaje, como los cafetales o la brisa que subía desde el río al atardecer. Gente que, aunque parecían estar en otro mundo, nunca estuvo sola.
Ahí estaba Mápura, un hombre de pocas palabras, tal vez ninguna. Decían que parecía indio, con su piel quemada por el sol y sus ojos pequeños, pero nadie sabía de dónde venía ni adónde iba al final del día. Hacía trabajos pesados: cargaba sacos, movía piedras, ayudaba a los arrieros en la plaza. Siempre por unas monedas que guardaba sin mirar. Vivía quién sabe dónde, pero nadie lo vio pedir nada. Y si en la cantina sobraba un tinto o un trago de aguardiente, alguno se lo alcanzaba sin hacer alboroto. Él asentía y seguía en silencio.

Tapaollas, en cambio, era más conocido. Se le veía caminando de un lado a otro con su paso des- garbado, cargando siempre algún encargo que le habían dado en la carnicería, en la tienda o en la panadería. Le llamaban así porque, dicen, de niño se escondía bajo las ollas grandes de la cocina. Era un poco simple, pero nadie dudaba en darle un mandado. «Llevame esto donde Doña Enriqueta», y allá iba él. Sabía que, al final del día, alguien le invitaría un plato de sancocho o le daría unos centavos para comprar un pan dulce.
Estaba también Martincito, que todos los sábados aparecía en la plaza, cantando El Cafetalito, una canción que solo él conocía y que repetía con una voz cantarina que llenaba de ternura. Algunos decían que tenía el alma de un niño, aunque ya peinaba canas. A él le daban una moneda, le palmeaban el hombro y, muchas veces, los vendedores de la plaza le regalaban fruta o una empanada para que siguiera su camino contento.
Cachafí era otro de esos personajes, siempre vestido de saco y corbata, sin importar si el calor apretaba o si era día de mercado. Decía ser un hombre importante, aunque nunca nadie supo bien de qué. Caminaba derecho por la plaza, saludando con respeto y esperando que alguien le diera una tarea: cuidar un caballo, llevar un recado, vigilar un puesto de venta mientras el dueño iba a misa. Nunca decía que no, aunque la paga fuera poca o ninguna.
Y cómo olvidar a La Tuerta, una mujer que lavaba y planchaba ropa en varias casas del pueblo. Con un ojo cubierto por un pañuelo, crió sola a su hijo, que más tarde sería alguien importante, aunque en ese entonces apenas era otro niño que corría descalzo por la plaza. A ella siempre se le tenía respeto. Si pasaba por el mercado, le regalaban un racimo de plátanos o un manojo de cilantro para la sopa.
El Mudo, aunque conocido por ser político del partido conservador, también era uno de esos personajes singulares. Sin hablar ni oír, se hacía entender mejor que muchos que daban discursos en la plaza. Trabajaba en lo que podía: ayudaba a señalar el camino a los campesinos que llegaban de las veredas, colaboraba en las faenas comunales y, a veces, arreglaba cosas en la iglesia. Su lenguaje de señas se convirtió en una costumbre, tanto así que muchos en el pueblo lo entendían sin esfuerzo.
Y por último estaba Ía, un hombre callado que nadie sabía si entendía lo que pasaba a su alrededor. No hablaba, pero no era ni mudo ni sordo. Vivía en su propio mundo, decían algunos, pero cuando alguien necesitaba cargar leña, traer agua del pozo o limpiar un solar, Ía siempre estaba dispuesto. Le daban una panela, un poco de arroz o un pan, y él seguía su camino como si nada.
También estaba María Pinzas, una mujer que siempre andaba peinándose el pelo con una paciencia infinita. A cualquier hora del día se le veía ordenando sus cabellos, estirándolos con los dedos como si alisara una cinta de seda. Caminaba por la plaza o se sentaba en las bancas del parque, con su bolsita llena de peinetas y pinzas que se prendía al vestido como si fueran flores de colores. Su pregunta era siempre la misma, para quien pasara cerca: «¿Estoy bonita?». Y había que contestarle que sí, que se veía linda, porque de lo contrario, se le descomponía el rostro en un gesto de tristeza honda. Decían que no había dejado de preguntar lo mismo desde que era muchacha. Y aunque su mente había quedado como detenida en el tiempo, su andar suave y su sonrisa agradecida la hacían parte del paisaje de Río Tuasán. Siempre había quien le regalara un mango maduro o un buñuelo de yuca cuando los vendedores terminaban su jornada.
Y no podía faltar Yarumo, un hombre alto y flaco, con el pelo claro como las hojas jóvenes del árbol que le daba su nombre. Todos sabían de él, porque los miércoles y sábados llegaba al pueblo al amanecer. Ayudaba a los carniceros a descargar las reses, acarreaba bultos de yuca o costales de fríjol en el mercado, y a veces hasta ayudaba a atar los burros en la plaza mientras los arrieros compraban sus vituallas. No pedía nada a cambio, pero los tenderos siempre le daban algo: un pedazo de carne, una panela, o un tabaco. Se decía que vivía en una cueva cerca del río, donde se internaba cuando caía la tarde, llevando sus pocas pertenencias en un costal al hombro. Algunos decían que era un espíritu de la montaña, pero otros aseguraban que era simplemente un hombre que se había acostumbrado al silencio del monte. Lo cierto es que nadie lo molestaba, y si alguna vez se le veía pasar al anochecer, con su figura alta recortada contra el cielo rojo, se hacía un silencio que parecía respeto.
A ninguno de ellos les faltaba algo que hacer. El pueblo entero entendía que esas pequeñas tareas, las que muchos veían sin importancia, eran su manera de pertenecer. Se les ofrecía trabajo sin caridad, sin lástima, simplemente porque eran parte del día a día. Si se organizaba la fiesta de la Inmaculada, ahí estaban barriendo la plaza o cargando bancas. Si había retreta en la noche, cuidaban los caballos o recogían los papeles que quedaban al terminar.
No había compasión, había costumbre. No se les miraba como extraños, sino como piezas necesarias en el engranaje de Río Tuasán. Todos sabíamos que el pueblo no sería el mismo sin ellos, sin Mápura cargando sacos, sin Tapaollas haciendo mandados, sin Martincito cantando su cafetalito, sin El Mudo guiando a los suyos con las manos, sin María Pinzas peinándose junto a la fuente de la plaza, ni sin Yarumo caminando entre los puestos de mercado como un fantasma bueno que todos conocían.
Tal vez en otros lugares hubieran sido invisibles. En Río Tuasán, en cambio, formaban parte del paisaje y de la historia que todos conocíamos.
