En Río Tuasán, la vida seguía adelante, aunque la muerte caminara por las mismas calles. Éramos niños, y como niños veíamos las cosas con ojos diferentes. A veces nos encontrábamos con un cuerpo sin vida tendido en la orilla del camino o en una esquina de la plaza, y lejos de asustarnos, seguíamos jugando, esquivándolo como si fuera un tronco caído en el sendero. No es que no supiéramos lo que pasaba; es que en aquel tiempo, la muerte se había vuelto parte del paisaje.
La violencia venía de antes. Nuestros padres y abuelos decían que todo había empezado por culpa de los liberales, o de los conservadores, dependiendo de quién lo contara. En la escuela apenas alcanzábamos a entender algo de esos nombres: el partido azul, el partido rojo. Lo que sabíamos era que, cuando se peleaban los grandes, siempre había muertos. Pero los niños, aunque veíamos los cuerpos y oíamos los disparos de vez en cuando, seguíamos jugando al trompo y a las canicas. Porque así era el mundo que nos había tocado.

Al caer la tarde, cuando el pueblo se recogía y los mayores se reunían en los zaguanes, se escuchaban murmullos sobre quién había muerto esa vez, de qué lado era, o si el muerto había tenido algo que ver o solo pasaba por allí. Pero a nosotros, eso nos parecía un relato más, como los cuentos de espantos que nos contaban los abuelos.
Había días más pesados que otros. Recuerdo los viernes, cuando los campesinos venían de las veredas, algunos a hacer mercado, otros a vengar alguna muerte que pedía respuesta. El aguardiente corría como el agua del río en tiempo de lluvias, y a veces, al caer la noche, alguien no volvía a su casa.
Sin embargo, la vida seguía. Las campanas llamaban a misa en la mañana y en la tarde, los niños jugábamos en la plaza y la retreta alegraba los domingos. Era como si el pueblo tuviera un acuerdo tácito: no detenerse por la muerte.
Entre todos los personajes del pueblo, había uno que encarnaba esa rabia silenciosa que a veces estallaba sin aviso. Don Roberto García, un hombre alto, de bigote espeso y mirada seria, era respetado por todos. Había sido arriero y decían que también había llevado armas en tiempos difíciles. La mayoría de los días se le veía sobrio, cuidando su casa y atendiendo sus tierras. Pero había noches en que el aguardiente se le subía a la cabeza, y entonces, saliendo de la cantina Balalaika, tambaleante y con el sombrero caído sobre un lado, se oía su grito romper la calma del pueblo:
—¡Hijueputas liberales que mataron a mi papá!
Lo gritaba con el alma rota, mirando a la nada, o tal vez a algún recuerdo que solo él podía ver. Y después, como si nada, seguía caminando hacia su casa, cruzando la plaza en medio del silencio. Nadie decía nada. Solo se escuchaba el eco de sus pasos y, alguna vez, el rebuzno de un burro lejano. Al día siguiente, Don Roberto amanecía en su silla de siempre, en la puerta de su casa, como si no hubiera pasado nada.
Otros, en cambio, no gritaban. Como Mono Peligro, que era conocido no solo en Río Tuasán, sino también en los pueblos vecinos. Conservador hasta el tuétano, lo decían hombre de palabra corta y acción rápida. Se contaba que había matado a muchos, siempre por cuestiones políticas, aunque algunos aseguraban que bastaba con que le llevaran la contraria en cualquier cosa para despertar la furia que le hervía por dentro. Vestía siempre de caqui, y cargaba un machete afilado que brillaba más que su mirada. Los viejos decían que, cuando pasaba por el mercado, los vendedores bajaban la cabeza y hacían como que contaban las monedas, esperando que siguiera de largo.
También estaba El 14, a quien de niño ya le conocían fama de peligroso. A eso de los dieciocho años, decían que llevaba catorce muertos a cuestas, de ahí el apodo que le calzó el pueblo como un destino inevitable. Tenía una mujer, Carla, que lo seguía a todas partes con la mirada baja y los labios apretados, como si supiera que cualquier cosa que dijera podría encenderle el genio. La última vez que se le vio fue el día que lo mataron. Alguien, dicen que gente del mismo pueblo, lo llevó a una tienda con engaños. Allí lo ajusticiaron sin dar tiempo a nada, ni a Carla, que gritó hasta quedarse sin voz, ni a él, que por primera vez no tuvo tiempo de sacar el revólver.
Desde entonces, en las noches de viento fuerte, se decía que podía oírse el grito de Carla, rebotando en las calles vacías. El día que lo mataron, venían un chico y su hermanita del colegio, cuando todo el pueblo se revolcó. En ese momento, alguien desde una tienda, corrió hacia los niños para llevarlos adentro, y así estuvieran fuera de peligro.
Y estaba Julio Fernández, que andaba siempre armado, como si el pueblo fuera su propio territorio. Tenía tierras, ganado y hasta un par de casas en la plaza, y lo protegían abogados de apellido sonoro y policías que preferían mirar para otro lado. Nadie se atrevía a cruzarle el paso, y los niños aprendimos pronto que, si lo veíamos venir, lo mejor era apartarse y no hacer bulla. Cuentan que, cuando se emborrachaba, soltaba balazos al aire desde el corredor de su casa, solo para recordar que el poder no se pregunta, se impone. Y aunque en el fondo todos sabían que sus manos no estaban limpias, había quienes decían que mejor tenerlo de amigo que de enemigo. Así eran las cosas con Julio Fernández.
En Río Tuasán, la violencia no era solo balas y muertos. Era también esas heridas abiertas que la gente cargaba en silencio. Y, sin embargo, el pueblo seguía respirando. La misa se daba puntual, los niños seguían a sus juegos, las muchachas caminaban en rondas por la plaza y los músicos subían al kiosko cada domingo. La vida y la muerte se daban la mano sin hacerse notar demasiado.
Tal vez, con el tiempo, entendimos que habíamos crecido entre fantasmas. No los de las brujas y espantos de los cuentos, sino los de las ausencias que nadie nombraba. Y aun así, el pueblo seguía adelante, como si todo fuera parte de la misma historia.
