14 – La Semana Santa

En Rio Tuasán, la Semana Santa era un acontecimiento que teñía al pueblo entero de un recogimiento solemne, aunque nunca le faltaba ese aire festivo que se respiraba en todas las cosas del lugar. Desde el sábado anterior al Domingo de Ramos, los hoteles pequeños —que más parecían casas grandes con camas prestadas— se iban llenando de gente que bajaba de las veredas, con sus sombreros polvorientos y los costales llenos de mazorcas o gallinas amarradas, para vivir la Semana Mayor en el pueblo. Llegaban familias enteras, con los muchachos de ojos grandes y los abuelos envueltos en ruanas pardas, como si fueran a quedarse para siempre.

El domingo, muy temprano, la plaza se llenaba de gentes que cargaban sus ramos de palma bendita, recién cortada de los solares, y que llevaban amarradas con cabuya o decoradas con flores de papel hechas por las niñas del convento. La procesión salía solemne desde la iglesia, como un río manso de gente que daba la vuelta a la plaza principal. Luego tomaba por la calle de La Violeta, donde las piedras del empedrado sonaban distinto bajo los pasos, y seguía doblando a la izquierda, en dirección al Café Balalaika. Allí, justo frente a la puerta, el párroco —un hombre gordo y colorado, de voz ronca por el vino de consagrar— se detenía a dar un sermón. Hablaba del perdón y de la bondad, mientras el dueño del café, sin perder el respeto, le ofrecía en un pañito blanco una copa de buen vino. Los principales del pueblo, que nunca desaprovechaban el momento, se echaban al coleto un aguardiente disimulado, con la bendición tácita de Dios y del cura. Después, como si nada, la procesión retomaba su camino, y regresaba a la iglesia en medio de cantos lentos y cabezas inclinadas.

Durante esa semana, las campanas de la iglesia se quedaban mudas, en señal de luto, y en su lugar se usaba una matraca de madera, grande y chillona, que se escuchaba desde cualquier rincón del pueblo. Los muchachos se peleaban el honor de llevarla, porque era como ser el pregonero de la fe. A cada esquina se turnaban para darle cuerda al rechinido, que era como un aviso antiguo de que la misa estaba por comenzar. Cuando sonaba la matraca, hasta los perros se quedaban quietos, y más de un gallo cantaba fuera de hora.

El Jueves y el Viernes Santo eran días de una gravedad especial. Las procesiones, que salían al caer la tarde, parecían ríos de velas encendidas que subían y bajaban las calles del pueblo, en silencio reverente, mientras la banda de músicos —los mismos que los domingos tocaban valses en la retreta— tocaba marchas fúnebres con tanto sentimiento que hasta las lagartijas se quedaban quietas en los muros. Los músicos, serios y vestidos de negro, parecían otros hombres distintos a los que uno conocía de la cantina.

Ese viernes, el teatro de la Pasión se representaba en plena calle, como si fuera una obra eterna que todos sabían de memoria. Los soldados romanos, con cascos hechos de latas de aceite y capas rojas prestadas por las monjas, llevaban a Cristo hasta la iglesia, seguidos por un gentío que se persignaba a cada paso. Los músicos tocaban un tambor sordo que retumbaba en los corazones. Y aunque muchos creían que todo era puro teatro, algunos juraban haber visto lágrimas verdaderas en los ojos del que hacía de Cristo.

Y por supuesto, allí estaban siempre Martincito y Cachafí. Nadie los invitaba nunca, pero ellos se aparecían igual, como si la Semana Santa no pudiera ser completa sin ellos. Cachafí, flaco y con los zapatos rotos, seguía la procesión en silencio, sin dejar de mascar un pedazo de caña. Martincito, que no había aprendido nunca a rezar, miraba todo con la devoción asombrada de los niños y cargaba una vela que se le apagaba cada tres pasos. Al cura le habría gustado que esos dos no vinieran, pero jamás se le ocurrió prohibirles nada, porque entendía que, en los ojos puros de Martincito y en la resignación humilde de Cachafí, había algo que ningún sermón podía enseñar.

Así pasaba la Semana Santa en Rio Tuasán: entre el recogimiento y la fiesta, entre la devoción y la picardía, con las matracas resonando como grillos de madera y el aroma de los ramos frescos mezclándose con el incienso y el aguardiente. Y cuando el Domingo de Resurrección llegaba, las campanas volvían a sonar con fuerza, como si el pueblo entero despertara de un largo sueño para seguir siendo el mismo de siempre.

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