13 – La Inmaculada

En Rio Tuasán, el mes de diciembre comenzaba con un aire distinto. Bastaba sentir el viento que soplaba desde la montaña para saber que se acercaba el tiempo de La Inmaculada. Las mujeres sacaban a relucir sus mejores vestidos, los hombres se afilaban el machete, no por necesidad de trabajo, sino como símbolo de respeto y honra. Los niños corríamos de un lado a otro, cargando faroles de papel que nosotros mismos habíamos hecho con cartulina, pegamento y mucha paciencia.

Desde el unoo hasta el ocho de diciembre, el pueblo entero se vestía de fiesta. Cada vereda tenía su día para ofrecer los juegos pirotécnicos. Desde muy temprano, después de la misa de la mañana, los encargados subían a la plaza con sacos llenos de pólvora, varas de bambú y ruedas que girarían como demonios encendidos al caer la noche.

El día de La Inmaculada era el más esperado. La iglesia se llenaba de fieles desde antes del alba. Las campanas repicaban con fuerza, como si quisieran despertar hasta a los muertos del cementerio que quedaba al borde del camino viejo. Las mujeres encendían velas que colocaban en la escalinata del templo, y el humo del incienso llenaba el aire, mezclándose con el olor a pólvora y guarapo fermentado.

Después de la misa de la tarde, cuando el cielo comenzaba a oscurecer, el verdadero espectáculo comenzaba. En el atrio de la iglesia se encendía el primer volador. Subía como un grito encendido y explotaba en lo alto, marcando el inicio de la retreta. Los músicos del pueblo, con sus trajes oscuros y camisas planchadas con esmero, subían al quiosco de la plaza. Tocaban pasodobles y bambucos mientras la gente daba vueltas alrededor del parque iluminado.

Las ruedas de fuego giraban con fuerza, escupiendo chispas amarillas y azules, mientras los niños mirábamos con la boca abierta. Los más valientes corrían detrás de los toritos de fuego, unos armazones de madera y alambre cubiertos de cohetes que chispeaban al ritmo de la carrera del hombre que lo cargaba. Algunos decían que había que tener fe para que el torito no se viniera contra uno. Otros, simplemente corrían y reían, sintiendo el calor de las chispas en la piel.

Pero no todo era devoción y juego limpio. A medida que avanzaba la tarde, los campesinos que habían bajado de sus veredas comenzaban a beber. Algunos llegaban montados en sus caballos, otros en mula, con las alforjas llenas de panela, maíz y café recién tostado. Al llegar a la plaza, ataban los animales en fila frente a las cantinas. Entonces comenzaba el otro tipo de fiesta.

Las mesas se llenaban de botellas de aguardiente y cerveza tibia. Los hombres alzaban los vasos y brindaban a gritos, entonando coplas de despecho que competían con la música de la banda. Las cantinas se llenaban rápido, y el estruendo de las carcajadas se mezclaba con el estallido de los voladores.

A veces, algún caballo se asustaba con los cohetes y salía a la carrera por la plaza, tirando al suelo al borracho que lo montaba. Los muchachos del pueblo corríamos detrás, intentando calmar al animal y devolverlo a su dueño, que probablemente ya estaba dormido bajo la mesa de la cantina Balalaika.

La fiesta duraba hasta entrada la madrugada. En la plaza, los juegos pirotécnicos seguían explotando mientras las velas de los devotos se consumían poco a poco. Había quienes decían que era pecado tanta borrachera en honor a la Virgen, pero al final todos coincidían en que la Inmaculada era la patrona del pueblo, y ella, más que nadie, sabía perdonar.

A la mañana siguiente, la misa temprana volvía a reunir a los fieles. Algunos llegaban tambaleándose, otros sin haber dormido. Pero allí estaban, de pie, bajo el techo alto de la iglesia blanca, dando gracias a la Virgen por haberlos protegido una vez más. Afuera, en la plaza, los barrenderos limpiaban los restos de pólvora quemada, botellas rotas y papeles de colores que el viento arrastraba hasta la última esquina del pueblo.

En Rio Tuasán, la fiesta de La Inmaculada no era solo una celebración religiosa. Era el momento en que el pueblo entero respiraba al unísono: entre la devoción y el desorden, entre la fe y la alegría desenfrenada, bajo el mismo cielo estre-llado que lo cubría desde la cima de la montaña.

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