12 – El rosario de la aurora


En Río Tuasán, el primer viernes de cada mes no amanecía con gallos ni con sol: amanecía con rezos. La niebla bajaba temprano de los cerros, como si también quisiera confesarse, y en medio de ese velo de leche tibia se oían las voces dormidas de las mujeres del pueblo, entonando letanías con el corazón más que con la garganta. Nadie sabía con certeza cuándo había comenzado la tradición del Rosario de la Aurora, pero los viejos decían que la Virgen se le había aparecido en un sueño a una lavandera que vivía junto al río, y que desde entonces, para no ofenderla, el pueblo entero se levantaba en procesión antes de que el sol abriera los ojos.

El padre Anastasio, con su sotana negra que olía a cera derretida y eucalipto, caminaba siempre al frente, llevando un crucifijo de madera que parecía más pesado en esas madrugadas. Su silueta encorvada avanzaba como si cargara los pecados de todos, o al menos los de los que no se habían despertado a tiempo. Detrás de él, las beatas de siempre —Doña Ángela, la comadrona; Doña Remedios, la viuda perpetua; y Matilde la coja, que había jurado no faltar mientras tuviera aliento— llevaban camándulas de cuentas gastadas por el uso y la fe. Algunos hombres, todavía oliendo a trago del jueves, se sumaban con los ojos hinchados y el paso torpe, como queriendo redimirse a medias.

Los rezos eran salmodias antiguas que se confundían con los cantos de los turpiales. De vez en cuando, una voz se elevaba con fuerza sobre las demás, cantando aquellas canciones especiales que solo se entonaban en esa madrugada, con letras que hablaban de promesas, milagros y penitencias. Era un canto coral sin director, como si el mismo aire supiera a qué tono ir. Los perros del pueblo, entrenados por la costumbre, se apartaban a un lado del camino y bajaban la cabeza al paso de la procesión.

Dicen que una vez, en pleno rosario, se oyó llorar a una criatura entre los cafetales. El padre Anastasio hizo la señal de la cruz y nadie se atrevió a desviarse. «Es el alma de un niño no bautizado», murmuró Doña Ángela, y desde entonces nadie dejó de persignarse tres veces al pasar por ese tramo del camino. También dicen que, en otra ocasión, la procesión terminó con sol y llovizna a la vez, y que al mirar al cielo vieron un arcoíris en forma de corona. «Milagro», sentenció Matilde, y ese año no hubo sequía.

Al finalizar, cuando el rosario había sido rezado completo y las canciones se apagaban como brasas en agua, los devotos regresaban a casa con los pies fríos pero el alma tibia. Río Tuasán, entonces, parecía otro pueblo: uno donde el pecado se adormecía por unas horas y la esperanza se colaba por las rendijas de las ventanas.

Y así fue por años, incluso cuando el padre Anastasio murió sentado en la sacristía, con la camándula enredada entre los dedos. La mañana siguiente, sin cura y sin campanas, el Rosario de la Aurora salió igual, encabezado por una cruz sin manos, como si el pueblo mismo hubiera aprendido a guiarse sin ojos.

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