10 – Paseo al San Rafael

En Rio Tuasán no había viaje más esperado que el paseo al río San Rafael. Era como si el pueblo entero se preparara para una procesión pagana, donde los santos eran las ollas de hierro, los pollos vivos y las racimos de plátanos amarrados con cabuya. Los vecinos de una misma calle se ponían de acuerdo una semana antes, y desde el lunes ya se respiraba en el aire ese olor a aventura que daba tener un pretexto legítimo para faltar al trabajo y poner los pies en el agua fría.

Salían al amanecer, cuando todavía los gallos estaban adormilados y las campanas de la iglesia no habían llamado a misa de seis. Iban en caravana, como si fueran a conquistar otro pueblo. Los niños adelante, corriendo como cabritos enloquecidos, las muchachas detrás, cargando las totumas con el desayuno y cantando canciones que hablaban de amores imposibles. Los hombres llevaban las machetas al cinto y las mujeres, que nunca se quedaban atrás, acarreaban los canastos con las papas, la yuca, el ají y las gallinas vivas que viajaban atadas por las patas y miraban el cielo con resignación cristiana.

El camino al San Rafael era de una hora larga, pero nadie llevaba prisa. Se andaba despacio, porque el paseo era una fiesta, no una competencia. Había quien se detenía a cortar flores silvestres o a probar las moras de los cercados, y más de uno decía, para que todos lo escucharan, que el San Rafael no estaba en el río sino en el viaje.

Los niños, que siempre llegaban primero, tenían la orden rigurosa de no meterse al agua hasta que los mayores no dieran permiso, pero eso no impedía que metieran los pies o mojaran la cabeza mientras hacían promesas solemnes de esperar. Los viejos sabían que los niños son como los peces: nacen sabiendo nadar y mueren cuando les prohíben el agua.

Mientras tanto, las madres y los padres se daban a la faena de levantar el campamento. Se escogía el mejor claro junto al remanso, se reunían piedras para armar los fogones y los hombres que sabían cortar leña con una sola mano se echaban al monte a buscar palos secos. Otros, con paciencia de cirujanos, pelaban los plátanos verdes y los cortaban en rodajas gruesas, mientras las mujeres despellejaban la yuca como si desvistieran a un niño dormido. Las papas, gordas y amarillas, se lavaban en el agua del río hasta quedar tan limpias como los dientes del sacristán.

A un costado, los gallos cantaban por última vez antes de que alguien les torciera el cuello de un solo tirón, sin odio ni pena. Las plumas volaban como copos de nieve y se quedaban pegadas a las camisas sudadas de los hombres, que luego partían las gallinas en piezas para el sancocho que, decían, sabía mejor que el de la plaza porque estaba cocinado con agua corriente y leña fresca.

Mientras el sancocho burbujeaba en la olla negra y el ají picaba en la punta de la lengua, los muchachos mayores se lanzaban clavados desde las piedras más altas, y las muchachas, que primero reían tímidas desde la orilla, terminaban metiéndose al agua con la ropa puesta y los cabellos sueltos como hilos de tabaco mojado. Los más viejos se sentaban bajo los almendros, tomando aguardiente de una botella envuelta en un pañuelo, y contaban historias de otros paseos en los que el río estaba más crecido y la comida era más abundante, porque así es la memoria de los pueblos: cada vez más grande y más generosa.

Al mediodía, cuando el sol estaba en el centro del cielo y las espaldas empezaban a arder como brasas, todos se sentaban en el suelo a comer del mismo sancocho. No había platos de porcelana ni cubiertos de plata: cada quien comía en una hoja de plátano y sorbía el caldo caliente como quien se bebe la vida. La carne de gallina, dura como la conciencia de los tacaños, se masticaba con paciencia, y las arepas se repartían con la misma equidad con que el alcalde repartía los discursos en la plaza.

Ya en la tarde, cuando el río se hacía sombra y los niños parecían peces agotados por tanta zambullida, empezaba el regreso al pueblo. Era una caminata más callada, menos alegre que la ida, porque todos sabían que el paseo había terminado y que al día siguiente cada quien volvería a su rutina: unos a la tienda, otros a la escuela, otros al cementerio a visitar a los muertos. Pero aun así, las mujeres llevaban en la cabeza los canastos vacíos con la misma dignidad con que habían llegado, y los hombres cargaban las ollas negras en el hombro, satisfechos de haber comido y bebido como Dios manda.

Cuando entraban de nuevo a Rio Tuasán, ya con el cielo pintado de rosado, los perros del pueblo los recibían como si volvieran de una guerra santa, y las comadres que no habían ido les preguntaban si el río estaba igual de azul que siempre, y si el sancocho había tenido bastante yuca.

Y así era, porque en Rio Tuasán nunca faltaba la yuca en el sancocho ni el motivo para inventarse otro paseo.

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